El tsunami, esa ola inmensa que lo traga todo, ha estado presente en el imaginario literario mucho antes de que la ciencia le pusiera un nombre. Desde los mitos más antiguos hasta los relatos modernos han descrito una fuerza descomunal que se traga la tierra, a veces se presenta como castigo, otras como limpieza o ruptura, pero siempre como algo que tras la devastación obliga a comenzar de nuevo.
A lo largo del tiempo, las olas gigantes no se han visto solo como un fenómeno natural, sino como algo que escapa a cualquier intento de control. En Japón, por ejemplo, forman parte de la memoria colectiva, de una experiencia vivida y repetida con cierta asiduidad. En Europa, en cambio, han representado más bien el miedo a lo desconocido, la sensación de que por muy avanzada que sea una sociedad, la naturaleza siempre puede imponerse. En los libros, el tsunami ha servido para hablar de eso que irrumpe y lo destruye todo, sin previo aviso.
En los textos antiguos, lo que hoy llamaríamos un tsunami aparece muchas veces disfrazado de diluvio. No como un fenómeno aislado, sino como una especie de reset cósmico. En La epopeya de Gilgamesh, uno de los primeros relatos escritos de la humanidad, los dioses deciden exterminar a los hombres con una gran inundación, pero solo Utnapishtim, advertido a tiempo, logra construir una embarcación y sobrevivir. La historia es muy parecida a la del Génesis bíblico, donde Noé también se salva del castigo divino construyendo un arca. En la mitología griega, Deucalión y Pirra escapan de la gran ola enviada por Zeus, y en la tradición hindú, el sabio Manú recibe el aviso de un pez que resulta ser una deidad. En todos los casos, el agua aparece como lo que borra lo anterior y deja espacio para algo nuevo. El mar no solo castiga, también limpia, y lo que llegará después será distinto, aunque no necesariamente mejor.
En Japón, donde los tsunamis forman parte de la historia nacional, la relación con el mar es distinta. No es una figura mitológica ni una metáfora lejana, es una realidad que se repite de manera bastante cotidiana. Desde el siglo VIII, los registros dan cuenta de terremotos y olas gigantes, durante el periodo Edo, se documentaron con detalle en crónicas, mapas y grabados, pero también en canciones populares y en la poesía. La literatura japonesa, especialmente el haiku, ha sabido expresar ese miedo con una sobriedad conmovedora. No hace falta nombrar la ola para que se sienta su peso, a veces está en el silencio previo al desastre, en la arena que se ensancha, en el grito que se apaga. El tsunami, en estos versos tan breves, no es una catástrofe ruidosa, sino una ausencia de sonido. Un momento suspendido en el tiempo que se vuelve irreversible.
En Europa, no se tomó conciencia del tsunami como un fenómeno real hasta el siglo XVIII, con el terremoto de Lisboa en 1755. Aquel día, la ciudad fue sacudida por un seísmo brutal, arrasada por un maremoto y devorada por el fuego, fallecieron decenas de miles de personas. El desastre fue tan inmenso que no cabía en los esquemas mentales de la época, y para colmo sucedió en el Día de Todos los Santos, con las iglesias llenas. Muchos se preguntaron por qué una ciudad tan religiosa era castigada así. ¿Dónde estaba Dios? ¿Qué lógica podía tener aquello? Voltaire, en Cándido, se burla de quienes decían que todo sucede para bien. El terremoto y el tsunami hicieron añicos la idea de que el mundo era un lugar ordenado y justo, y desde entonces la naturaleza empezó a verse no solo como algo hermoso o admirable, sino también como una fuerza capaz de arrasar sin un motivo, simplemente porque sí.
El Romanticismo abrazó esa visión. El mar se convirtió en el escenario de tormentas interiores, de pérdidas, de luchas imposibles. Lord Byron escribió sobre mares embravecidos donde «el alma se disuelve». Víctor Hugo, en Los trabajadores del mar, convirtió al océano en un personaje: un adversario poderoso e indiferente. El mar ya no era solo un decorado de fondo, sino algo que tomaba protagonismo, como un personaje más, capaz de reflejar lo insignificante que puede llegar a ser el ser humano.

En el siglo XX, los tsunamis dejaron de ser un mito para convertirse en hechos documentados y analizados por sismógrafos, observados por científicos y periodistas. En Japón, el gran tsunami de Sanriku en 1933 provocó más de tres mil muertes, y aunque las narraciones que surgieron de aquel desastre no alcanzaron gran difusión internacional, marcaron un cambio en el tono, empezó a ser contado como herida y trauma, como un acontecimiento que transforma para siempre la relación de una comunidad con su territorio. La literatura reflejó ese giro, no siempre a través de novelas, pero sí mediante memorias, poemas, canciones populares o diarios personales que luego circularon como parte de lo vivido.
En Occidente, mientras tanto, encontró un nuevo espacio en la literatura especulativa; en novelas como The Drowned World de J. G. Ballard (1962), el mundo ya no es arrasado por una ola puntual, sino que queda sumergido por completo: las ciudades reposan bajo el agua, el paisaje es una ruina líquida y ya no hay castigo, ni juicio, ni drama moral, sino transformación. En estas narraciones, la ola no representa un final, sino una mutación, y lo que surge después no es lo que había antes, sino otra cosa: otro mundo, otro cuerpo y otro orden.
En el siglo XXI, se convirtió en una realidad inmediata, vivida en directo a través de las televisiones, porque la tragedia del océano Índico en 2004, seguida por el desastre de Fukushima en 2011, transformó para siempre la forma en que se perciben estos fenómenos. Ya no se trataba de imaginar la destrucción, sino de verla avanzar en tiempo real mientras arrasaba ciudades, y esa visibilidad cambió también su lugar en la literatura, que comenzó a responder no solo desde la ficción sino también desde la necesidad de dar testimonio. Obras como Wave de Sonali Deraniyagala, donde la autora relata la pérdida de toda su familia en Sri Lanka, o antologías como March Was Made of Yarn, que recogen testimonios tras Fukushima, no buscan explicar lo ocurrido sino sostener lo que queda, hablar sobre el duelo y el miedo persistente, la reconstrucción lenta y los silencios que apenas se pueden nombrar.
Desde entonces, la escritura ha convertido estas catástrofes en una presencia real, en memoria colectiva. Ya no se representa como un giro dramático o un evento distante, sino como una vida partida en dos, con un antes y un después que es imposible de borrar. En este nuevo ciclo, las olas recuperan su protagonismo no como escenario romántico ni como fondo simbólico, sino como una fuerza que es tangible y su impacto influye no solo por lo que destruyen, sino por todo lo que obligan a reconstruir: el lenguaje, los vínculos, la memoria, el paisaje y las certezas. De este modo, lo verdaderamente devastador no siempre es el agua en movimiento, sino el vacío que deja cuando todo ya ha quedado en silencio.