Woolf y Plath. Dos jardines, dos miradas

by Uve Magazine

Para aquellos que trabajan con la palabra, la imagen o la música, un jardín no es solo un espacio físico, sino una metáfora de la mente y la memoria. En él, los pensamientos germinan, maduran o se marchitan, y las ideas encuentran su propio ritmo de crecimiento. Quizá por eso, tantos escritores han encontrado en los jardines su mejor espacio de creación, entre ellos Virginia Woolf y Sylvia Plath, dos autoras que miraron la naturaleza con ojos distintos, pero que vieron en ella un reflejo de su propio mundo interior.

Virginia Woolf tenía una relación simbólica y estética con el jardín, que se refleja tanto en su vida como en su obra. Su casa en Monk’s House, en Sussex, contaba con un exuberante jardín que ella y su esposo, Leonard Woolf, cuidaban con esmero. Ese espacio no solo era un refugio físico, sino también un universo simbólico en el que la escritora exploraba la conexión entre la naturaleza, la memoria y la identidad.

El jardín de Woolf era un lugar de contemplación y de escritura. Desde su estudio, una cabaña separada de la casa principal, tenía vistas a la vegetación y a los juegos de luz en las hojas y flores. En sus diarios, menciona con frecuencia el proceso de cultivar plantas y el placer de observar los cambios de las estaciones. Esa atención a la naturaleza se filtra en sus novelas, donde los espacios verdes funcionan como metáforas de la vida interior de los personajes.

En Al faro, por ejemplo, la naturaleza aparece en su dimensión cíclica, reflejando el paso del tiempo y la inevitabilidad del cambio. La maleza que crece en la casa vacía simboliza la huella del tiempo y la forma en que la ausencia transforma los espacios. En La señora Dalloway, el parque de Regent’s Park y los jardines urbanos sirven como puntos de conexión entre los personajes, un espacio donde los pensamientos fluyen libremente y donde las barreras sociales parecen difuminarse por un momento.

Por otro lado, en la obra de Sylvia Plath, la naturaleza adquiere un carácter inquietante y simbólico, alejado de la contemplación serena que ofrece el jardín de Virginia Woolf. Mientras que Woolf encontraba en el paisaje un espacio de fluidez y reflexión sobre la identidad y el tiempo, Plath transforma la naturaleza en una imagen de tensión emocional, de lucha y conflicto interno. En sus poemas, las flores y los paisajes vegetales no son simples adornos o fuentes de belleza, sino metáforas de la transformación, la opresión y la muerte. En Ariel, los caballos desbocados al amanecer encarnan una energía salvaje e incontrolable, los tulipanes aparecen como presencias demasiado vivas, casi agresivas en su color, y la colmena se convierte en un símbolo ambivalente de feminidad y poder, a la vez productivo y amenazante. A diferencia de Woolf, cuyo jardín servía como reflejo del transcurrir del tiempo y la conexión con el mundo exterior, en Plath la naturaleza es más visceral, más afilada, reflejando la batalla interna con la identidad y la enfermedad mental. En La campana de cristal, la protagonista, Esther Greenwood, percibe la naturaleza con una mezcla de fascinación y repulsión, en una búsqueda desesperada por encontrar su lugar en un mundo que le resulta extraño y ajeno. Así, mientras Woolf cultivaba su jardín como un espacio de introspección y armonía con lo efímero, Plath lo convertía en un espejo de sus propias inquietudes, donde la belleza se entrelazaba con la amenaza y lo natural se tornaba en una presencia inquietante, casi opresiva.

Jardines de papel, la simbología del paisaje en la literatura

En definitiva, los jardines han sido desde siempre espacios de inspiración, refugio y contemplación. En su quietud, ofrecen un ritmo distinto al del mundo exterior, uno marcado por el crecimiento lento de las plantas, la transformación de las estaciones y la presencia constante de la naturaleza en sus ciclos de muerte y renacimiento. Un jardín florecido invita a la expansión de los sentidos, con colores, perfumes y la sensación de vida en su máximo esplendor. Es un escenario para la creatividad, donde la luz y las sombras juegan en las hojas, y la imaginación puede divagar con la misma libertad con la que se entrelazan las ramas.

Ambas escritoras, a su manera, utilizaron la naturaleza como un espejo de su mundo interior, construyendo solidos paisajes literarios que rememoramos fielmente en sus textos.

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