Donde el agua guarda nombres: El Fantasma del Pantano

Dicen que el agua es una tumba paciente que espera; y mientras espera, guarda. En los pantanos de nuestra geografía, tan comunes y tranquilos a primera vista, encontramos pueblos hundidos, vidas cambiadas y nombres que jamás hallaron lugar donde reposar. Entre muros sumergidos y campanas muertas que ya no repican, surge un espectro distinto que no vaga entre la niebla. Un espectro que se agita en un nimbo líquido cuyos ojos, hechos por entero de rocío, no saben más que llorar. Se trata del fantasma del pantano.

Entre 1933 y 1970, España vivió una de las mayores oleadas de infraestructuras hidráulicas de Europa. El llamado ‘Plan Nacional de Obras Hidráulicas’ —primero de la II República y retomado con fuerza durante el franquismo— anegó pueblos enteros como Riaño, La Muedra, Mediano, Mansilla de la Sierra, Portomarín, Benagéber, y decenas más. Documentos del Instituto Geográfico Nacional y los listados oficiales de la Confederación Hidrográfica del Duero y del Ebro recogen más de 60 localidades desplazadas o sumergidas. Hubo iglesias que fueron trasladadas piedra a piedra, pero algunos de sus cementerios, en cambio, nadie los pudo mover. Muertos y casas, escuelas y comercios, que desaparecieron bajo una profundidad medida en metros y también en silencios.

Cuando el pantano de Mediano, en Huesca, baja lo suficiente —como ocurrió en los veranos de 1993, 2007 o 2022— de las tierras empapadas emerge la torre románica de la que fue su iglesia. Solitaria, desnuda, rasga el cielo con sus piedras marcadas por el desgaste incesante del agua. Los vecinos dicen que, cuando asoma, es como si el pasado se desordenara y lo que tenía que estar enterrado se despierta, como lo hacen los recuerdos. Los buenos y los malos. Todos ellos. Lo mismo sucede en Riaño Viejo, donde el cierre de la presa se produjo a finales de 1987. Las familias tuvieron solo cinco días para abandonar sus casas. Sus ruinas reaparecieron en 2017. Calles enteras volvieron como si el tiempo hubiese respirado hacia atrás y devuelto evocaciones de un ayer que es hoy imposible.

Imagen de Verónica García-Peña

Y es en estas ocasiones en las que el embalse pierde su máscara de agua y deja ver lo que en realidad esconde, cuando el fantasma del pantano aparece. No tiene nombre, porque su nombre es el de todos los que allí moran bajo una tierra eternalmente húmeda, aunque el murmullo popular, a veces, le ponga rostro. En Ávila, por ejemplo, los lugareños del pantano de El Burguillo hablan del espíritu de un capataz que pereció durante la obra. Dicen que su figura solitaria se yergue junto a lo que antes fueron los muros de una casa, ancorados sus pies en el camino hundido.

Algunos testigos como pescadores, operarios o senderistas han descrito, en diferentes entrevistas que se pueden leer en cabeceras locales como El Heraldo de Aragón o La Nueva Crónica, la misma sensación en otros lugares. La de un reflejo extraño que no armoniza con ninguna cara concreta, una sombra que no debería estar ahí y un aire frío y pastoso que no proviene del viento sino del fondo. Dicen también que, cuando aparece, el agua de los alrededores se queda completamente quieta. Como si escuchara. No es un fantasma que se acerque. Se queda inmóvil, a la espera, siempre a la espera, y señala.

Esta idea me recuerda, quizá, a La tierra de Alvargonzález, de Machado. A aquellos hermanos parricidas que arrojaron su crimen a la Laguna Negra de Soria creyendo que el agua lo sepultaría para siempre. Mas, si la literatura puede destilar la culpa en verso, los pantanos del mundo real abrazan la memoria con un fango tan espeso que jamás permite que el pasado se asiente.

Imagen de Verónica García- Peña

En Portomarín, parte del cementerio quedó bajo el agua y su historia es un rumor firme que viaja con la corriente. Cuando las aguas del Miño se retiran, dejando ver las entrañas de la tierra acuosa, se desvela el contorno difuso de lo que fue un último lugar de reposo. No es piedra lo que emerge. Es la certeza de que bajo esa capa líquida, a merced de las nimias corrientes de un agua estancada, recordación convertida en légamo, hay algo que no termina de descansar. Los vecinos, por respeto, evitan bogar sobre esa zona, sabedores de que el embalse es un hipogeo que, a veces, devuelve los nombres que un día tragó.

El fantasma del pantano nace de ese no descanso. Es el resultado de los que no pudieron salir, de los que nunca se trasladaron y permanecen allí, olvidados, y se manifiesta cuando la sequía deja ver las cicatrices del fondo. Es entonces cuando alguien asegura verlo en el límite del agua, como si aún intentara orientarse en un pueblo presentemente ahogado. A veces mira hacia un lugar concreto, como si buscara la puerta de su casa. Otras, permanece de espaldas, contemplando un horizonte que solo él conoce. Su figura es una frontera entre lo que hubo y lo que queda; entre lo que se enterró y lo que insiste en salir a flote.

Dicen que todo pantano es doble porque está lo que se ve y lo que no. Tal vez por eso este fantasma, cuando el agua vuelve a subir, se hunde con ella, paciente, como si supiera que tarde o temprano regresará, pues nada se entierra del todo en el humedal. Ni los pueblos. Ni los nombres. Ni los que, desde el fondo, siguen esperando ser recordados.

Imagen de Verónica García-Peña

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