En muchos países existen jornadas, conferencias y otros eventos relacionados con el fracaso, no desde un punto de vista negativo como podríamos pensar en un primer momento, sino como una oportunidad, como un aprendizaje, como un punto de inflexión. En todo negocio existe un plan inicial en el que lo fundamental es contemplar justamente la crisis, la quiebra, el problema, el momento en el que todo se viene abajo y cómo afrontarlo: cómo llevar a cabo la comunicación, la gestión personal y empresarial o incluso la salud mental por la ruptura de todo esquema que esto implica. Pues bien, aquí ni existe plan de negocio, ni plan de vida, ni plan o mapa sentimental ante un futuro del todo inestable.
Vivimos en una sociedad marcada por un optimismo cruel, irreal e insatisfactorio en el que la apariencia es lo que cuenta, nunca el fondo, mucho menos la verdad que cada día es más difícil de identificar. Cómo va a existir entonces un plan ante una posible ruptura de cualquier tipo o fracaso. Es una cuestión grave porque la vida está sujeta a una serie de cambios imprevisibles que de un modo u otro nos tocarán a todos y todas en cualquier momento, a veces estaremos arriba, a veces abajo, a veces, en mitad de la nada, pero no estaremos preparados ni preparadas para afrontar el golpe de mar que se nos viene encima.
En primer lugar el fracaso va unido al riesgo, es decir, solo puede fracasar quien se arriesga, en cualquier empresa, cualquier relación, cualquier cuestión que implique atreverse, dar un paso más allá, por tanto la fragilidad del hecho ya anuncia la peligrosidad del acto y del futuro que está por llegar. Por tanto, si el fracaso llega, debería ser entendido como proceso de aprendizaje, casi de valentía por haber arriesgado, por haber caminado hacia delante pese a que nadie lo creyese posible, pero es justamente en el fracaso cuando la sociedad ve— no a la persona o negocio anterior y presente— al animal herido y es entonces cuando decide apartarse (exactamente quien en el momento del éxito estaba en primera fila). Es curioso cómo el ser humano tiene una cierta tendencia a perder valores, que el reino animal mantiene, el animal caza cuando tiene hambre, pero cuida, protege, es leal. El ser humano solo ve oportunidad en el otro, conveniencia.
Quien se ha atrevido a emprender un negocio, un sueño, sabe lo que eso implica en todos los sentidos y quien lo ha perdido, conoce, por desgracia, el alcance también. Sin embargo, en este país y en esta sociedad, lejos de aprovechar ese aprendizaje, esa valentía, esa cordura, esa pasión de perseguir tus sueños, se aparta el fracaso, no se tolera lo que la apariencia —siempre engañosa— considera como una especie de muñón que ya no sirve, que ya no aporta. Todo fracaso es un momento de transición, de transformación, tan importante para quien lo vive como para el conjunto. Por tanto, cada fracaso es una oportunidad de crecimiento social porque quien ha emprendido ahora tiene un mayor conocimiento y esa persona —ese fracaso visto por quien carece de toda experiencia real— probablemente sea una de las claves que pondrán cimiento a la sociedad futura que ampare a quien ahora al leer esto no comprende nada de nada. El fracaso, simplemente es la misma moneda que el éxito, tan solo es cuestión de lanzarla hacia arriba, no siempre caerá del mismo lado.