Un príncipe deforme, una sala de espejos y la villa de los monstruos

by Verónica García-Peña

Dicen que el amor es capaz de levantar catedrales, pero el desamor también ha sabido construir sus propios templos. En Sicilia, al sur de Palermo, en la localidad de Bagheria, se alza uno de los más singulares. Se trata de la Villa Palagonia, conocida desde hace tres siglos como la Villa de los Monstruos. Su historia comienza en el siglo XVIII y, como casi todas las grandes pasiones, tiene algo de fábula, algo de locura y algo de verdad.

En 1715, Ferdinando Francesco I Gravina Cruyllas e Bonanni, el cuarto príncipe de Palagonia, ordenó al arquitecto Tommaso Maria Napoli construir una villa barroca para su familia, sin imaginar que, unas décadas después, su nieto transformaría aquel elegante palacio en un jardín de pesadilla lleno de monstruos, criaturas anómalas y extravagancias. Hablamos de Francesco Ferdinando II Gravina e Alliata, nacido en 1722, heredero y príncipe de Palagonia. Las crónicas lo describen como un hombre de inteligencia refinada, culto y de gustos ciertamente insólitos, pero también marcado por una fuerte deformidad física. Jorobado, de rostro asimétrico y caminar torcido, creció en una sociedad que veneraba la belleza tanto como temía la diferencia.

Por conveniencia dinástica y estratégica, como era habitual entre la nobleza siciliana,  lo casaron con Donna Anna Maria Cattolica Ruffo —hija del duque de Bagnara—, una joven de gran linaje y extraordinaria belleza. Fue, desde el inicio, un matrimonio extraño marcado por la diferencia de edad —en ese momento, él tenía 26 años y ella alrededor de 14— y la fascinación del príncipe por lo grotesco y la fealdad. De hecho, algunas crónicas de los viajeros del ‘Grand Tour’ que visitaron el Palacio, como el escocés Patrick Brydone, aseguraron que ella nunca lo amó y que su belleza servía como un contraste doloroso de la propia realidad física del príncipe. Aunque también hay quien dice que, en realidad, la excentricidad del heredero se intensificó justo tras la muerte de su esposa en 1749.

El ‘Grand Tour’ era un viaje que se hizo muy popular entre los jóvenes aristócratas del siglo XVIII. Buscaban completar su educación y formación cultural. Era considerado un rito de paso crucial, con Italia como destino principal, para conocer el arte, la cultura clásica y las costumbres del continente

El 6 de marzo de 1747 Francesco Ferdinando II asumió por testamento el título como hijo primogénito y heredero de su padre, Ignazio Gravina, y apenas dos años después, en 1749 fue cuando comenzó a encargar las grotescas esculturas que adornarían Villa Palagonia y le harían famoso. Desde ese año y durante décadas, ordenó poblar los jardines, las escalinatas y los muros de la villa con más de seiscientas esculturas grotescas. Centauros, sirenas, animales imposibles, demonios sonrientes, mujeres con cabezas de bestia, bufones congelados en gestos de burla… Una procesión de piedra que parecía salida de una auténtica pesadilla barroca.

Algunos aseguraban que eran caricaturas de los invitados a sus fiestas; otros, que representaban los rostros deformados de los amantes imaginarios de su esposa con los que dicen —aunque no está ni mucho menos comprobado— el príncipe estaba obsesionado. También hubo quien pensó que, en realidad, cada monstruo era un reflejo de sí mismo. Una especie de autorretrato multiplicado hasta el delirio. Si bien, el clímax de la locura barroca de la villa era la llamada Sala degli Specchi —Sala de los Espejos—, donde diferentes tipos de espejos distorsionaban burdamente a los invitados y mostraban a la aristocracia de la época, que tanto valoraba su imagen, una caricatura de sí mismos. «Specchiati in quei cristalli e nell’istessa magnificenza singolar contempla di fralezza mortal l’immago espressa» (mírate en esos cristales y, con la misma singular magnificencia, contempla la imagen que expresa la fragilidad mortal) está escrito a la entrada del salón de la villa.

Wolfgang von Goethe

¿Y qué era en realidad la villa? ¿Acaso un santuario a la fealdad? ¿Tal vez esculpió su dolor en piedra hasta convertir la villa familiar en una parodia de la humanidad? Quién sabe si no sería todo aquello solo fruto de la locura y no un altar a la imperfección y al desamor. Interpretaciones y leyendas populares que forman parte del enigma que rodea a la Villa de los Monstruos. Sea como fuere, cada esquina parece un reflejo de su excéntrico corazón. Caótico, atormentado y lleno de una melancolía retorcida.

En 1787, el escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe cruzó el umbral de aquella villa. Estaba recorriendo Italia cuando decidió detenerse en Bagheria atraído por la fama del palacio. Lo que encontró, él que era un defensor de los ideales clásicos de orden y belleza, le resultó impactante y de mal gusto. En su Viaje a Italia (publicado entre 1813 y 1817) escribió que Villa Palagonia era «wahn in Stein gehauen» —literalmente, «la locura cincelada en piedra»— y lo describió como el «pináculo de la demencia y el mal gusto». Desde entonces, creció la leyenda de que aquel lugar había inspirado la noche de Walpurgis de Fausto. No hay prueba de que así fuera, pero la idea persistió, quizá porque la Villa Palagonia es un lugar donde el arte parece producto de las pesadillas, y la belleza y el espanto se confunden.

El tiempo y el mito hicieron el resto. Se cuenta, por ejemplo, que Salvador Dalí soñó con comprarla para pasar allí sus veranos debido a la admiración que sentía por las locuras arquitectónicas sicilianas, aunque no hay pruebas que lo confirmen. Lo que sí es cierto es que el pintor Renato Guttuso la recordaba como el escenario de sus juegos de infancia. En el siglo XX, el cine se rindió también a su magnetismo. Bellocchio la convirtió en el escenario de un matrimonio imposible en La Cina è vicina (1967), y Giuseppe Tornatore la incluyó en Baarìa (2009), su homenaje a Sicilia.

Hoy la villa sigue en pie. En 1885 fue adquirida por la familia Castronovo que todavía hoy permite visitarla, con sus monstruos desgastados por el tiempo pero desafiantes. Un lugar donde el barroco se vuelve desazón y donde el desamor encuentra su forma más tangible. Y quizá esa sea la verdadera rareza de esta historia: la ausencia de amor.

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