Sobre lo de Santos Cerdán

by Emain Juliana

Recuerdo conversaciones con familiares y con buenos amigos, especialmente esos debates espontáneos que surgen después de las comidas, durante la sobremesa, en los que mencionar la política se convierte en una especie de cataclismo. De pronto el ambiente se vuelve incómodo y tenso, las posiciones se encienden, las palabras se afilan como cuchillos y ya no queda mucho espacio para escuchar o entender, solo importa defender el color propio frente al ajeno. Esta dinámica refleja muy bien lo que el psicólogo Leon Festinger llamó «disonancia cognitiva»: la cuál consiste en «una sensación de malestar interno que experimentamos cuando nos enfrentamos a una información que desafía o contradice nuestras creencias y convicciones». Para reducir ese malestar, solemos rechazar automáticamente las evidencias contrarias o justificar rápidamente los errores de nuestro partido, por flagrantes que sean.

Así, sin darnos cuenta, adoptamos la posición del hincha en las gradas, celebrando las victorias superficiales y protestando por las derrotas injustas. La comparación social —otra teoría central de Festinger— refuerza aún más esta dinámica: al interactuar principalmente con quienes piensan de una manera muy parecida a nosotros, fortalecemos nuestras posiciones iniciales y perdemos la capacidad crítica, creyendo que el otro siempre está completamente equivocado o que tiene malas intenciones. Todo se reduce entonces a una batalla en la que el enemigo siempre es el otro, el culpable de todos los males, mientras el nuestro es siempre quien lucha por el bien común.

Y mientras tanto, casi sin darnos cuenta, la calidad democrática se erosiona lentamente; las instituciones que deberían estar al servicio de todos se convierten en trofeos temporales del partido ganador, utilizadas más como plataformas para perpetuarse en el poder que como herramientas para solucionar problemas reales. De hecho, en los últimos días, los titulares han sido claros: casos de corrupción, líderes cuestionados internamente, mociones de censura, crisis en el PSOE y rumores de adelanto electoral. Sin embargo, lo curioso es que esta tormenta apenas parece afectar a las bases de apoyo electoral, pues la mayoría de los ciudadanos permanece en su trinchera ideológica, inmunizada ante los escándalos que afectan a su partido favorito, justificando, tolerando o simplemente mirando hacia otro lado. Se perpetúa así la ilusión del votante que cree defender valores limpios y claros, aunque en realidad esté defendiendo una construcción basada en propaganda cuidadosamente gestionada. Esta situación no es casual, ya que la política moderna está cada vez más personalizada en figuras concretas. Constantemente hablamos de Sánchez o Feijóo como si fueran actores principales de una serie de Netflix, por lo que el debate político se reduce al carisma o al rechazo que generan estas figuras mediáticas, olvidando que detrás de ellas hay decisiones, leyes y medidas concretas que afectan directamente la vida diaria. Como resultado, los votantes acaban apoyando o rechazando no ideas o proyectos, sino líderes cuya imagen se construye desde un relato muy emocional y cuidadosamente elaborado. Y lo más preocupante es que, mientras esta teatralización política avanza, las instituciones pierden eficacia y se vuelven débiles a las presiones partidistas, a las luchas internas por el poder y a la corrupción, que se tolera con demasiada frecuencia como una parte inevitable del juego. Esta erosión institucional no sucede de golpe, sino lentamente, como pequeñas gotas de agua que, con el tiempo, acaban destruyendo la roca por completo.

Esto no es exclusivo de España, por supuesto, pero se ha vuelto más notorio aquí debido a cuánto nos aferramos a nuestras identidades políticas, como si votar fuera proteger una parte de nuestra identidad personal y cuestionarlo significara perder alguna parte fundamental de uno mismo. De ahí que resulte tan difícil romper este círculo vicioso, pues nos aferramos al partido como quien se aferra a una identidad cultural, incapaces de aceptar que las personas a las que hemos votado también cometen errores, traicionan sus principios y sucumben a sus propios intereses. No obstante, la solución no es abandonar nuestras convicciones políticas, sino en asumirlas desde una perspectiva crítica, preguntándonos si realmente esas personas representan los ideales que dicen defender o si estamos atrapados en una ilusión muy cómoda y reconfortante, incapaces de admitir que las promesas y los discursos que nos sedujeron en un principio ya no se corresponden con la realidad.

Quizás, por tanto, sea el momento de despolitizarnos un poco, de dar un paso atrás y observar desde fuera con algo más de serenidad. Para lograrlo, necesitamos ser ciudadanos críticos que exijan resultados reales a los políticos, que no permitan que las instituciones sean rehenes de intereses partidistas y que sean capaces de apoyar o rechazar propuestas independientemente de quién las haga. En definitiva, necesitamos ser menos fanáticos políticos y más ciudadanos comprometidos con la democracia y la verdad. Al fin y al cabo, la verdadera política nunca debería ser una batalla de colores, sino un ejercicio constante de reflexión y responsabilidad colectiva; recuperar este principio básico es la tarea más urgente que debemos llevar a cabo como sociedad. Por tanto, dejar atrás la lógica del estadio, abandonar el fanatismo que nos ciega y volver a dialogar desde la razón y desde la honestidad, no será sencillo, porque los hábitos se arraigan profundamente, pero al menos podemos empezar a intentarlo. Nuestras instituciones merecen más que simples colores partidistas: merecen ciudadanos despiertos, atentos y exigentes.

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