Una reina muerta, una coronación póstuma y una mano helada

by Verónica García-Peña

Dicen que nadie en la corte pudo escapar a aquella escena; que cuando Inés de Castro fue desenterrada, vestida con ropas reales y sentada en el trono, la corte entera tuvo que desfilar ante ella para rendirle homenaje; que el rey Pedro I obligó a todos a besar la mano helada de la reina muerta sin vacilar ni apartar la mirada, a pesar del horror de aquel acto. Estamos en Portugal, en 1360, y esta es una historia real de amor, muerte y poder.

Pedro, heredero al trono, estaba casado con Constanza de Castilla desde 1336, e Inés, dama de compañía de su esposa, era su amante. La relación comenzó hacia 1340-41 y con la muerte de Constanza, en 1345, se intensificó. Inés dio al príncipe al menos tres hijos y, así, su presencia en la corte —más aún por sus vínculos con la nobleza castellana— se volvió peligrosa.

Por eso, en enero de 1355, el rey Alfonso IV el Bravo, padre de Pedro, ordenó a tres de sus consejeros —Pedro Coelho, Álvaro Gonçalves y Diogo Lopes Pacheco— que la mataran. Inés fue decapitada en la Quinta das Lágrimas, en presencia de sus hijos, acusada de ambición y de alterar los equilibrios de la corona. Tenía unos treinta años.

Pedro enloqueció de dolor y desató una guerra civil contra su padre que se prolongó hasta la muerte este en 1357. Entonces, llegó la venganza. Pedro hizo capturar a dos de los asesinos —el tercero huyó a Castilla y escapó— y los ejecutó públicamente, arrancándoles el corazón con sus propias manos como declaración simbólica de que su revancha no era militar ni diplomática. Era personal y, además, no terminaba ahí.

The Coronation of Inês de Castro in 1361 (c. 1849) by Pierre-Charles Comte

Después, Pedro quiso devolverle a Inés lo que el poder le había negado y, según la leyenda, ordenó exhumar su cuerpo, vestirla de reina, sentarla en el trono y, en una ceremonia celebrada en la catedral de Coímbra, obligó a todos los nobles a besar su mano cadavérica en señal de fidelidad. Algunos historiadores dudan del episodio, ya que no se recoge en crónicas medievales, y no aparece hasta mucho tiempo después en cancioneros y obras teatrales. También explican que, de ocurrir, es probable que fuera una efigie de cera o una representación lo que subió al trono, y no el cuerpo real de Inés en estado de descomposición avanzada.

Sea como fuere, tras la coronación, Pedro organizó un cortejo fúnebre para trasladar a Inés al monasterio de Alcobaça, y mandó construir dos tumbas de mármol blanco, con sus efigies enfrentadas, con la intención de que, al llegar el Juicio Final, sus cuerpos despertaran uno frente al otro. Pedro I murió en 1367 en Estremoz y fue enterrado junto a Inés. Allí permanecen hoy juntos los dos, con una inscripción que dice: «Até o fim do mundo —Hasta el fin del mundo».

La historia de Pedro e Inés ha sido contada y recontada durante siglos. Convertida en mito nacional portugués, fue recogida por Fernão Lopes en el siglo XV y consagrada poéticamente en Os Lusíadas, de Camões. También inspiró a Almeida Garrett, Antoine Houdar de La Motte, Victor Hugo y a novelistas, músicos y cineastas contemporáneos.

Pedro e Inés —como tantas figuras trágicas reales— ya no pertenecen del todo a la Historia. Habitan ese espacio incierto que es la imaginación colectiva. Su leyenda es un cuento gótico, una escena en la que lo macabro se tiñe de romanticismo y la belleza convive con el espanto. Un amor que desafía el poder, la ley e incluso la muerte. Es, en definitiva, la historia de una reina muerta, una coronación póstuma y una mano helada.

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