Alejandro III de Macedonia, conocido por la posteridad como Alejandro Magno, nació el 21 de julio del 356 a.C. y murió el 10 o 11 de junio del 323 a.C. Este legendario rey macedonio es recordado tanto por su genio militar como por sus habilidades diplomáticas, aspectos que lo elevaron a la categoría de «Magno». Hijo del rey Filipo II de Macedonia, Alejandro heredó el trono en el 336 a.C. tras la muerte de su padre y se embarcó en una serie de conquistas que expandieron el dominio macedonio sobre gran parte del mundo conocido de su época. Además de sus conquistas, Alejandro es célebre por haber difundido la cultura, el lenguaje y el pensamiento griegos desde Grecia hasta la India, marcando el inicio de la era helenística.
Desde joven, Alejandro fue moldeado por una serie de tutores que influyeron profundamente en su desarrollo. Leónidas de Epiro, un pariente de su madre Olimpia, le enseñó a luchar y montar, inculcándole una notable resistencia física. Filipo, interesado en que su hijo fuera un rey refinado, contrató a Lisímaco de Acarnania para enseñarle a leer, escribir y tocar la lira, sembrando en él un amor duradero por la lectura y la música. Sin embargo, la influencia más significativa provino del filósofo griego Aristóteles, quien se convirtió en su tutor a los 14 años. Durante tres años, Alejandro estudió con Aristóteles, y esta relación no solo dejó una marca profunda en su intelecto, sino que también moldeó su forma de gobernar. Alejandro adoptó la metodología de enseñanza de Aristóteles, introduciendo la cultura griega en los territorios conquistados sin imponerla, sino presentándola de manera accesible y atractiva.
La combinación de la resistencia física inculcada por Leónidas y la formación intelectual ofrecida por Aristóteles convirtió a Alejandro en un líder excepcionalmente preparado. Esta preparación se vio reflejada cuando, a los 18 años, demostró su destreza militar en la Batalla de Queronea en el 338 a.C., contribuyendo decisivamente a la victoria macedonia sobre las ciudades-estado griegas aliadas. La muerte de Filipo en el 336 a.C. marcó el inicio del reinado de Alejandro, quien rápidamente consolidó su poder antes de embarcarse en la gran campaña que su padre había planeado: la conquista del Imperio persa.
Alejandro no solo veía su éxito como resultado de sus propias habilidades y formación, sino también como una manifestación de su destino divino. Se consideraba a sí mismo hijo de Zeus, reclamando el estatus de semidiós y vinculando su linaje a héroes míticos como Aquiles y Hércules. Esta autopercepción de divinidad, fomentada por su madre Olimpia, quien afirmaba que Alejandro era hijo de Zeus, contribuyó a su confianza y determinación. Relatos históricos asocian su nacimiento con diversos presagios y maravillas, como la destrucción del templo de Artemisa en Éfeso, interpretados como signos de su grandeza futura.
A pesar de estas creencias, la juventud de Alejandro no está bien documentada, más allá de sus tutores y algunas anécdotas sobre su precocidad. Sus amigos de la infancia, como Casandro, Ptolomeo y Hefestión, se convirtieron en sus compañeros leales y generales en su ejército, mientras que Calístenes, sobrino de Aristóteles, actuó como historiador de la corte. Hefestión, en particular, fue su amigo más cercano y segundo al mando en el ejército.
El verdadero ascenso de Alejandro comenzó con la campaña contra Persia en el 334 a.C. Con un ejército de 32,000 infantes y 5,100 jinetes, cruzó hacia Asia Menor y rápidamente se ganó una reputación de invencibilidad. En el 333 a.C., derrotó al rey persa Darío III en la batalla de Issos, una victoria que consolidó su poder en la región. Alejandro continuó su campaña, conquistando Siria y Egipto, donde fundó la ciudad de Alejandría, que se convertiría en un importante centro cultural y comercial.
A lo largo de sus campañas, Alejandro mostró una notable capacidad para gobernar vastas áreas con diversidad cultural. No imponía sus propias ideas de verdad, religión o comportamiento, sino que respetaba las costumbres locales mientras aseguraba el suministro y la logística para sus tropas. Sin embargo, su crueldad y determinación implacable eran evidentes cuando enfrentaba resistencia, como en el caso de Tiro, donde masacró a los habitantes y vendió a los supervivientes como esclavos después de un prolongado asedio.
La conquista persa culminó con la decisiva batalla de Gaugamela en el 331 a.C., donde nuevamente derrotó a Darío III. Tras esta victoria, Alejandro se proclamó rey de Asia y marchó sobre Persépolis, donde supuestamente incendió la ciudad en un acto de venganza por la destrucción de Atenas por Jerjes. Continuó su marcha hacia el este, fundando ciudades y consolidando su dominio, pero también adoptando costumbres persas, lo que generó descontento entre sus tropas.
En el 327 a.C., Alejandro dirigió su atención hacia la India, enfrentando al rey Poros en la batalla del río Hidaspes en el 326 a.C. Poros, a pesar de ser derrotado, impresionó a Alejandro por su valentía, y fue instalado como gobernante de una región más amplia. Sin embargo, el cansancio de sus tropas y la resistencia feroz de las tribus locales llevaron a un motín que obligó a Alejandro a abandonar sus planes de expansión en la India.
A su regreso, Alejandro encontró desorden en sus territorios y ejecutó a varios sátrapas por abusos de poder. Celebró un matrimonio masivo en Susa, uniendo a sus generales con nobles persas en un intento de fusionar las culturas macedonia y persa. Esta política de integración, aunque inicialmente rechazada por sus tropas, reflejaba su visión de un imperio unificado y multicultural.
La muerte de su amigo cercano Hefestión en el 324 a.C. fue un golpe devastador para Alejandro, quien expresó su dolor con actos extremos de luto y venganza. Tras este evento, Alejandro continuó planeando nuevas campañas, pero su salud comenzó a deteriorarse. Murió en Babilonia en el 323 a.C. a la edad de 32 años, probablemente debido a una fiebre alta. Las teorías sobre su muerte incluyen envenenamiento, malaria o infección bacteriana.
El imperio de Alejandro se dividió entre sus generales, conocidos como los diádocos, quienes lucharon por el control durante años. Aunque ninguno de ellos poseía la genialidad de Alejandro, fundaron dinastías que gobernaron sus respectivas regiones hasta la llegada de Roma. La influencia de Alejandro y su legado helenístico perduraron, fusionando culturas y marcando una era de intercambio y diversidad cultural.