El curioso origen del Conejo de Pascua

by Clara Belmonte

Del mito primaveral al chocolate: la historia del Conejo de Pascua.

Con la llegada de la primavera y sus primeros brotes, reaparece también un personaje inesperado rodeado de cestas, huevos pintados y chocolates vuelve el Conejito de Pascua. Lo encontramos en forma de chocolate, en ilustraciones infantiles, en juegos de búsqueda de huevos e incluso como motivo decorativo en escaparates y mesas. Sin embargo, por más familiar que resulte su imagen, pocos conocen el origen de este curioso personaje que, con canasta en mano y una energía incansable, esconde huevos y dulces en una celebración que, detrás de su apariencia inocente, guarda siglos de historia

Aunque hoy lo asociamos sobre todo con lo infantil, lo comercial o incluso lo decorativo, el Conejo de Pascua tiene raíces antiguas y sorprendentes. Su historia es, como muchas costumbres populares, una mezcla de creencias precristianas, adaptaciones religiosas, migraciones culturales y mucha inventiva.

Para entender su origen, conviene viajar a las antiguas celebraciones paganas de la primavera, mucho antes de que existiera la festividad cristiana de la Pascua. En las culturas del norte de Europa, la llegada de esta estación era motivo de fiesta. Tras el invierno, los días comenzaban a alargarse, la tierra se volvía fértil de nuevo y aparecían los primeros brotes verdes. No es extraño que la fertilidad fuese uno de los temas centrales de estos festejos. Una de las divinidades asociadas a la primavera era la diosa Ostara (o Eostre), figura de la mitología germánica. Su nombre está relacionado etimológicamente con la palabra inglesa Easter, que designa la Pascua. Ostara estaba vinculada con el renacimiento de la naturaleza, la luz y la fertilidad, y entre sus símbolos animales se encontraba la liebre, un animal muy activo en época de reproducción y, por tanto, símbolo de fecundidad. Según la leyenda, Ostara convirtió un ave herida en liebre para salvarla del frío. Como agradecimiento, la liebre comenzó a poner huevos decorados como ofrenda a la diosa. Aunque no se trata de una historia documentada en fuentes antiguas, su difusión moderna ha contribuido a reforzar la conexión entre el conejo y los huevos, que ya estaba presente de forma dispersa en diversas tradiciones europeas.

La transformación del símbolo en una costumbre reconocible se produjo en Alemania durante el siglo XVII. Allí se hablaba del Osterhase o liebre de Pascua, una criatura que, según el folclore, ponía huevos de colores y los escondía en los jardines para que los niños los encontraran. Pero no todos podían recibir ese regalo: solo los pequeños que se habían portado bien durante el año eran dignos de la visita del Osterhase. De este modo, el conejo pasaba también a desempeñar un papel moralizador, no muy distinto del que tendría más tarde Santa Claus.

Aunque pueda parecer extraño que un conejo reparta huevos —cuando ni siquiera los pone—, la relación entre ambos elementos tiene sentido si se piensa en lo que representan. El huevo ha sido desde tiempos antiguos un símbolo poderoso de la vida en potencia, de la renovación constante. Para muchas culturas, romper el cascarón equivalía a romper con el ciclo anterior y dar paso a algo nuevo. El cristianismo retomó esta imagen como símbolo de la resurrección de Cristo: del sepulcro cerrado al milagro de la vida restaurada. Durante la Edad Media, era habitual guardar huevos durante la Cuaresma —periodo en que su consumo estaba prohibido— y luego cocerlos, decorarlos y ofrecerlos como parte de la celebración pascual.

Esta coincidencia de significados permitió que la tradición se integrara sin demasiado conflicto. La Pascua cristiana y las festividades paganas primaverales compartían una misma intuición: la necesidad de celebrar el regreso de la vida. El conejo, como animal fértil, veloz y simbólico, y el huevo, como contenedor de promesas, se unieron en una costumbre que fue ganando complejidad con el tiempo. Ya en la época victoriana, los huevos de chocolate comenzaron a fabricarse industrialmente en Europa, y la imagen del Conejito de Pascua empezó a difundirse también como producto decorativo y comercial.

Con la llegada del siglo XX y la expansión de la cultura visual, el Conejo de Pascua se consolidó como una figura internacional. Las marcas de chocolate lo convirtieron en uno de sus personajes estrella, apareciendo en anuncios, empaques y campañas cada vez más elaboradas. En algunos países, como Estados Unidos, Canadá o Australia, se organizan grandes eventos para buscar huevos escondidos en jardines o parques, mientras que en otros la costumbre se ha limitado a lo doméstico o lo escolar. En lugares de tradición ortodoxa, la Pascua mantiene un carácter más solemne, aunque los huevos decorados siguen estando muy presentes.

El Conejito de Pascua, tal como lo conocemos hoy, es entonces una criatura mestiza, nacida del cruce entre mitos antiguos, adaptaciones religiosas, prácticas migratorias y creatividad comercial. Su figura puede parecer ingenua, pero funciona como un recordatorio alegre de que las culturas son procesos vivos, que evolucionan, se transforman y encuentran nuevas formas de expresarse. No es solo un símbolo infantil ni un reclamo comercial. Es también, a su manera, una herencia compartida. Un pequeño animalito que, en plena explosión primaveral, sigue trayendo consigo —aunque sea escondido entre papeles de colores— un mensaje antiguo: la vida se renueva, la tierra despierta, y siempre hay algo por descubrir.

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