Venecia se disuelve en una luz enferma

by Beatriz Menédez Alonso

El mar golpea apenas los muros húmedos, como si temiera derrumbarlos.
Sobre la arena del Lido, un adolescente camina hacia el horizonte, mientras un hombre maduro —ya vencido— lo observa morir en belleza. Así termina Muerte en Venecia (1971), la película con la que Luchino Visconti quiso atrapar lo que Thomas Mann había escrito medio siglo antes: la imposibilidad de poseer lo perfecto sin caer en la ruina.

Esta semana, a los setenta años, ha muerto Björn Andrésen, aquel muchacho que el mundo conoció como Tadzio, «el chico más bello del mundo». Y con él se apaga una de las imágenes más perturbadoras del siglo XX: la del ideal de belleza convertido en espejo de la muerte.

El eco de Thomas Mann

Cuando Thomas Mann escribió Der Tod in Venedig en 1912, ya intuía que la belleza era un veneno. Su protagonista, Gustav von Aschenbach, era un escritor disciplinado, rígido, casi ascético. Viaja a Venecia buscando descanso, y allí lo encuentra a él: un joven polaco de rostro angelical y graciosamente reservado, la nariz rectilínea, la boca adorable… Tadzio, cuya sola presencia lo empuja a una pasión silenciosa y mortal.

Nada sucede entre ambos —ni palabras ni contacto—, pero todo arde. Mann no narra un amor, sino una contemplación extrema, un deseo sublimado hasta la fiebre. En Aschenbach conviven el orden apolíneo del artista con el desbordamiento dionisíaco del deseo. Su enfermedad moral y física es la metáfora de Europa, de un siglo que presiente su decadencia.

Tadzio es más que un muchacho: es la idea platónica de la belleza, un reflejo de la forma pura que condena a quien la mira. En la novela, la epidemia de cólera que azota Venecia es el síntoma de una corrupción más profunda: la del alma que se atreve a desear lo que debería permanecer intocable.

Mann, con su ironía helada, nos enseña que el arte —ese intento de fijar lo efímero— puede ser un acto de orgullo, incluso de soberbia. Quien aspira a lo perfecto desafía la naturaleza. Y la naturaleza, tarde o temprano, responde con la muerte.

Visconti, gran artífice de atmósferas, llega al texto de Mann con una sensibilidad voluptuosa y una ambición visual tan enorme como la novela lo demanda. Su película, Death in Venice (1971), adapta el relato al cine con algunos cambios: el Aschenbach de Visconti es compositor, no escritor, aludiendo de un modo más nítido al mundo musical de la melancolía —en alusión quizá a Gustav Mahler— que ya estaba presente en la novela.

Las aguas de Venecia, los salones dorados, el Lido… todo deviene símbolo. La cámara contempla al joven Tadzio (interpretado por Andrésen) en su blancura febril, lo rodea de luz y de sudor, lo fija en cámara lenta, como un objeto de museo que se revela. Algunos críticos han señalado que, en la traducción cinematográfica, Visconti reduce la ambigüedad de Mann: el deseo del viejo hacia el joven se vuelve más explícito, la posesión más evidente.

Pero esa densidad es también su fuerza: Visconti no teme al peligro de mostrar lo prohibido, al estatismo de la belleza, al pecado de la contemplación. La música, los encuadres, la languidez de la cámara, todo conspira para que el espectador se sienta ese adulto que observa desde el otro lado del vaso. Lo que la novela mantenía en el pensamiento, la película lo convierte en imagen.

Y entonces aparece Björn Andrésen. Tenía apenas quince años. Su rostro, descubierto en un casting sueco, parecía esculpido en mármol y a punto de quebrarse. Visconti lo maquilló, lo peinó, lo vistió de blanco. Lo colocó frente a Dirk Bogarde, y el resto es historia: el mito de Tadzio nacía no en la ficción, sino en la mirada que lo convertía en objeto.

La cámara lo ama con devoción religiosa. Lo filma entre rayos de sol, reflejos de agua, notas de Mahler. Y mientras Aschenbach se derrumba en la playa, Tadzio se adentra en el mar. El artista muere, el ideal continúa. La forma vence al cuerpo.

Pero Visconti sabía que esa victoria era una trampa. En su lente, la belleza está siempre a punto de pudrirse. Lo bello, para él, es un lujo condenado a la decadencia. Muerte en Venecia es, más que una historia, un réquiem por la pureza.

Björn Andrésen y el precio de un mito

Después del estreno, el joven actor fue arrastrado a una fama que nunca pidió. Visconti lo exhibió como trofeo: lo llevó a Cannes, lo presentó en fiestas, lo mostró ante un público que lo adoraba con una mezcla de deseo y devoción. Tenía quince años y ya cargaba con un título que no se puede sostener: «el chico más bello del mundo».

Andrésen se convirtió en símbolo de algo que el mundo necesitaba —la belleza absoluta—, pero que ninguna persona real podía habitar. Con el tiempo, esa imagen lo persiguió. En entrevistas confesó sentirse «como un trozo de carne lanzado a los lobos». Nunca pudo escapar del espectro de Tadzio.

Décadas después, en el documental homónimo de 2021, se observa el rastro de aquel adolescente que se había vuelto mito: un hombre melancólico, ensombrecido por su propio reflejo. En su mirada hay una especie de fatiga sagrada, la de quien ha visto de cerca cómo la adoración se convierte en jaula.

Björn Andrésen no murió en Venecia, pero Venecia nunca lo soltó. Su vida entera fue un eco del personaje que encarnó: alguien que, sin buscarlo, representó el límite entre la contemplación y la destrucción.

En el fondo, «Muerte en Venecia» —la novela, la película— es una reflexión sobre la mirada. ¿Qué ocurre cuando observamos algo demasiado bello? ¿Qué sucede cuando esa belleza no nos pertenece, cuando solo podemos venerarla a distancia?

Aschenbach mira a Tadzio con la intensidad del artista que busca sentido. No hay contacto, pero hay posesión: la mirada transforma al otro en idea. Lo convierte en símbolo, en obra. El joven deja de ser persona y se vuelve reflejo de una obsesión.

Eso mismo le ocurrió a Andrésen. El mundo lo miró hasta borrarlo. Cada espectador de Visconti se convirtió en un nuevo Aschenbach, fascinado y culpable. Su imagen sigue flotando en la memoria colectiva como un recordatorio incómodo: cuando idealizamos la belleza, la matamos.

El cine —esa máquina de mirar— convierte en eterno lo que en la vida solo dura un instante. Pero esa eternidad es una falsificación. La cámara inmortaliza, sí, pero también petrifica.

La poética del ocaso

Virginia Woolf escribió que «la belleza del mundo tiene dos filos: uno de risa, otro de angustia, cortando el corazón en dos». «Muerte en Venecia» encarna exactamente eso: la alegría de ver y el dolor de saber que todo se perderá.

Visconti construyó su película como una sinfonía de atardeceres. Cada plano parece bañado en el oro del fin del día, esa hora en que lo bello se confunde con lo muerto. Las sombras avanzan sobre el Lido, los turistas abandonan el balneario y la peste —esa metáfora de lo inevitable— se propaga con discreción.

Aschenbach, enfermo, tiñe su cabello, pinta sus labios, intenta recuperar una juventud que no le pertenece. En una de las escenas finales, su maquillaje se derrite bajo el sol. Su rostro, máscara agrietada, es el rostro de Europa, de un arte que se deshace bajo su propio artificio.

Tadzio, en cambio, sigue caminando hacia el mar, ajeno, luminoso, eterno. Su figura, levantando un brazo hacia el horizonte, es la última visión del artista moribundo. La belleza se aleja y el hombre muere.

Ningún lugar podía ser más adecuado para esta historia. Venecia es la ciudad de la apariencia, del esplendor que se hunde lentamente en el agua. Cada canal refleja una fachada que oculta su podredumbre. Allí todo es máscara, eco, humedad.

Mann la describió como «una ciudad que flota entre el sueño y la descomposición». Visconti, que la amaba, la filmó con la mirada de quien asiste a un funeral. Sus palacios brillan, pero detrás de sus muros se esconde la peste.

Venecia es el espejo del alma de Aschenbach: una superficie resplandeciente bajo la cual se pudre la carne. También lo fue para Andrésen: un escenario que lo convirtió en imagen para siempre, atrapado entre el mármol y la sal.

Hoy, con la muerte de Björn Andrésen, la historia parece cerrarse como un círculo perfecto. Tadzio vuelve al mar y la mirada de Aschenbach —la nuestra— se queda en la orilla.

Su partida nos recuerda algo que el siglo XXI tiende a olvidar: que la belleza no se posee, se contempla. Que lo efímero vale precisamente porque muere. Que convertir a alguien en ideal es arrancarle la humanidad.

En una época obsesionada con la imagen, con la juventud perpetua, con los filtros que disimulan el paso del tiempo, «Muerte en Venecia» resuena como advertencia. Visconti y Mann lo entendieron: la belleza absoluta es una forma del abismo.

Björn Andrésen, en su inocencia, encarnó ese abismo con una pureza que hoy resulta insoportable. No fue solo actor: fue símbolo, sacrificio, espejo de un deseo colectivo.

Quizás el arte consista en aprender a mirar sin destruir. En aceptar la fugacidad como parte de lo sagrado. Aschenbach no pudo hacerlo; nosotros seguimos intentándolo.

En su silla de playa, el artista muere mientras Tadzio levanta el brazo hacia el horizonte. Esa imagen —que durante décadas se confundió con el rostro mismo de la belleza— es también una despedida. Una forma de decir: lo bello no es lo eterno, sino lo que está a punto de desaparecer.

Björn Andrésen se ha ido, pero su figura seguirá flotando entre las aguas del Lido, en ese instante suspendido donde el deseo y la muerte se tocan.

You may also like

Uve Magazine es un espacio para quienes disfrutan pensando la cultura sin prisas.
Hablamos de literatura, arte, música e historia desde una mirada feminista, crítica y sensible. Publicamos cada semana artículos, relatos, poesía, entrevistas, efemérides… y también proponemos encuentros, charlas y eventos culturales dentro y fuera de la pantalla.

¿Quieres proponer una colaboración, un texto o una idea para un evento?
Puedes escribirnos a través del formulario de contacto. Leemos todo.

 

Las opiniones, juicios y afirmaciones expresadas en los artículos publicados en este sitio web corresponden únicamente a sus autores y no reflejan necesariamente la postura de este medio. El portal no asume responsabilidad alguna, directa o indirecta, por los contenidos, consecuencias o posibles reclamaciones derivadas de dichos textos, que son de exclusiva responsabilidad de quienes los firman.

@2025 – Uve Magazine. All Right Reserved.