Recuerdo la primera vez que me adentré en El cuento de la criada de Margaret Atwood: una sensación de malestar crecía página tras página, como si la propia historia se apoderara del espacio a mi alrededor y no hubiera escapatoria. No es un libro para leer a la ligera, ni para despachar con frases como “distopía feminista” o “crítica al patriarcado”. Es mucho más incómodo que eso, más pegajoso. Hay algo en la forma en que Atwood te sumerge en la República de Gilead —ese régimen donde la teocracia, la represión y la infertilidad han trazado un destino atroz para las mujeres— que resulta casi físico. No hay respiros. La narradora, Defred, cuenta su historia desde un lugar de sumisión absoluta, donde hasta su nombre ha dejado de ser suyo y se ha convertido en una etiqueta de propiedad, “De Fred”, perteneciente a su comandante. Lo que más desarma no es la violencia visible, sino la sutil: esa lógica siniestra en la que todo está perfectamente engranado para que la opresión se perciba como una especie de orden natural. Atwood no necesita mostrar sangre o torturas explícitas todo el tiempo; le basta con colocar al lector en la piel de una mujer a la que han despojado de su humanidad y, lo que es más doloroso, de su capacidad para imaginar un futuro diferente.
La eficacia de la novela está en ese mundo construido a partir de piezas reales. Lo que Atwood inventa no es tanto la situación concreta como la combinación de elementos que, por separado, han existido o existen aún. La infertilidad masiva provocada por el desastre ambiental, el uso político de la religión para justificar el control social, la segregación extrema de funciones entre las mujeres, el despojo total de derechos… Ninguno de estos horrores es nuevo, y esa es precisamente la advertencia que sobrevuela cada página. Leemos la historia de Defred sabiendo que las semillas de Gilead están plantadas en nuestro propio suelo, aunque a veces nos resulte más cómodo pensar que se trata de ciencia ficción o de un futuro remoto y ajeno.
Lo que más me impresionó durante la lectura fue cómo la novela retrata la descomposición de lo cotidiano. El terror no llega de golpe, sino que se infiltra poco a poco, como una enfermedad que uno no detecta hasta que es demasiado tarde. En los recuerdos fragmentarios de Defred, vemos cómo la vida antes del régimen se iba deteriorando de manera casi imperceptible: primero prohíben a las mujeres manejar dinero, luego les quitan sus trabajos, después empiezan las redadas. El proceso no es repentino, sino gradual, lo que provoca en la lectora un desasosiego permanente. Y es imposible no hacerse la pregunta incómoda: ¿cuánto tiempo tardaríamos nosotras en darnos cuenta de que algo parecido está ocurriendo? ¿Con qué rapidez nos acostumbramos a lo intolerable cuando sucede en pequeñas dosis?
Atwood también introduce un matiz bastante preocupante: la complicidad de algunas mujeres dentro del sistema. Las Tías, encargadas de adoctrinar a las criadas, representan ese poder delegado que reproduce y refuerza la opresión desde dentro. No son víctimas pasivas, sino ejecutoras entusiastas de las normas de Gilead. Y ahí la autora da un golpe maestro al recordarnos que la opresión, a veces, se perpetúa a través de quienes están en la misma situación, porque llegan a aceptarla como si fuera su única salida.
Lo notable es que El cuento de la criada no tira de heroicidades ni de finales exagerados. Defred no es una líder revolucionaria, ni busca convertirse en símbolo de nada. Su resistencia es mínima, casi invisible: recordar su nombre verdadero, susurrar en la oscuridad, escribir una frase a escondidas. Y, sin embargo, en esa minúscula rebelión se encuentra la fuerza más devastadora del libro. Porque lo que Atwood pone sobre la mesa es que, en situaciones extremas, la memoria y la dignidad son actos de insubordinación. La posibilidad de narrar la propia historia, aun cuando la voz esté rota, es un hilo que conecta al ser humano con su libertad más profunda.
Otro aspecto que es muy importante en este libro es el modo en que se analiza el lenguaje. La prohibición de leer y escribir para las mujeres no es solo una medida práctica para controlar la información: es un arma más eficaz que cualquier muro o cualquier guardia. Privarlas del lenguaje significa privarlas de la capacidad de pensar con claridad, de articular una visión crítica, de concebir otras realidades posibles. El poder no solo se ejerce sobre los cuerpos, sino también sobre las palabras. En Gilead, incluso las bendiciones y las despedidas están codificadas por el Estado, y hasta los carteles públicos son sustituidos por imágenes para evitar que las criadas —las más vigiladas— accedan al conocimiento escrito. La deshumanización se consolida así de manera casi perfecta.
No se puede negar el impacto que ha tenido la novela, sobre todo desde que se estrenó la serie en 2017. Las imágenes de las mujeres vestidas con túnicas rojas y cofias blancas se han convertido en símbolo de protesta en las calles, en un recordatorio visual de hasta qué punto la ficción de Atwood ha pasado de ser solo una novela a formar parte del debate público sobre derechos y libertades. Esta apropiación del símbolo no es trivial: demuestra que El cuento de la criada ha sabido poner palabras —y ahora también imágenes— a temores y amenazas que parecían difusas.
¿Es entonces un libro pesimista? Creo que esa pregunta es demasiado simple. Atwood no ofrece consuelo fácil, pero tampoco cae en el nihilismo. Lo que hace es plantear un espejo incómodo en el que mirarse, y a partir de ahí la reacción queda en manos del lector. La advertencia está hecha, las claves están ahí. En ese sentido, el libro es más que literatura: es una forma de vigilancia, una alarma que se oye mientras creemos estar a salvo.
Cada vez que termino de leerlo —ya van varias— siento lo mismo: un nudo en la garganta y una urgencia silenciosa por proteger todo aquello que damos por garantizado. Porque El cuento de la criada no nos habla del futuro; nos habla, sobre todo, del presente que todavía es moldeable, si no nos dormimos mientras la historia se pliega sobre sí misma.