Cuenta la leyenda que, en una tierra lejana y asolada por el miedo, un dragón terrible mantenía en vilo a toda una ciudad. Su aliento era venenoso, su rugido estremecía las piedras y su sombra bastaba para que los campos se secaran. Este monstruo no sólo destruía todo a su paso, sino que, para mantenerse calmado, exigía sacrificios humanos. Primero fueron animales, luego personas elegidas por sorteo, hasta que un día, el nombre que salió fue el de la hija del rey. La princesa, según las distintas versiones, no suplicó clemencia ni se escondió. Aceptó su destino con dignidad, se vistió con sus mejores galas y salió al encuentro del dragón. Justo cuando la criatura abría sus fauces para devorarla, apareció un caballero montado en un corcel blanco: Jorge, o Jordi, según la lengua. Con lanza en mano, enfrentó al dragón y lo atravesó en el corazón. De la sangre derramada brotó un rosal de flores rojas, y de entre las espinas emergió una rosa que el caballero ofreció a la princesa. Desde entonces, cada 23 de abril, en Cataluña y otras regiones, se conmemora esta hazaña legendaria con libros y rosas: una celebración del amor, la cultura y la palabra.

Esta historia, de claras resonancias medievales, combina elementos del mito, la hagiografía y la construcción simbólica de la caballería cristiana. San Jorge es, de hecho, un santo venerado en múltiples lugares del mundo, patrón de países como Inglaterra, Georgia o Etiopía, y protector de ciudades como Moscú o Beirut. En la versión catalana, la leyenda de Sant Jordi adopta un carácter propio que ha evolucionado con el tiempo hasta convertirse en una de las fiestas culturales más singulares del mundo. En vez de limitarse al martirio del santo —como ocurre en la tradición litúrgica—, la versión popular catalana transforma la historia en un relato de valentía, amor y redención que ha trascendido los templos para tomar las calles.
La fecha no es casual. El 23 de abril se conmemora el día de la muerte de dos de las figuras más importantes de la literatura universal: William Shakespeare y Miguel de Cervantes, fallecidos en 1616. Aunque no murieron exactamente el mismo día por las diferencias entre el calendario gregoriano y el juliano, la coincidencia simbólica impulsó a la UNESCO a declarar esta fecha como el Día Internacional del Libro. En Cataluña, esta efeméride se entrelazó con la celebración tradicional de Sant Jordi, generando una fusión cultural única: hombres y mujeres intercambian libros y rosas como símbolo de amor y conocimiento. Lo que antiguamente era una feria de flores y una veneración al patrón, se ha convertido en una jornada de exaltación de la lectura, en la que librerías, editoriales y autores salen a la calle, los balcones se engalanan con senyeras, y las ciudades se llenan de poesía, música y encuentros literarios. No es menor el valor simbólico de los dos objetos que se regalan. La rosa, de raíz medieval, puede rastrearse hasta los torneos de caballería y los gestos cortesanos del amor idealizado. Representa la belleza efímera, el deseo, el sacrificio, pero también la sangre derramada por una causa justa. En la historia de Sant Jordi, la rosa nace de la herida del dragón, como si el mal vencido pudiera transformarse en algo bello. Por su parte, el libro es una conquista más reciente, del siglo XX, cuando el escritor valenciano Vicent Clavel propuso en 1926 establecer un día en honor al libro. El éxito fue tal que en 1930 se fijó definitivamente el 23 de abril como la fecha de celebración. Desde entonces, regalar un libro el día de Sant Jordi ha pasado de ser un gesto entre enamorados a convertirse en una expresión de afecto, admiración o amistad, sin necesidad de vínculos románticos.
Lo más fascinante de esta tradición es que ha logrado combinar elementos dispares —el mito cristiano, la literatura moderna, el amor caballeresco, el activismo cultural— en una jornada que moviliza a miles de personas. Durante Sant Jordi, las calles de Barcelona se transforman: las avenidas se llenan de puestos de libros, las editoriales lanzan sus novedades más esperadas, los autores firman ejemplares y conversan con sus lectores, y cada conversación parece teñida de una alegría contagiosa. No es raro ver a personas que apenas leen el resto del año dejarse llevar por el impulso de la jornada y comprar libros para todos sus seres queridos. Y eso, en un mundo dominado por la prisa y lo digital, tiene algo de milagro.
Este carácter festivo, urbano y participativo diferencia a Sant Jordi de otras celebraciones literarias. Mientras que en muchos países el Día del Libro pasa casi desapercibido, en Cataluña adquiere la dimensión de una gran fiesta popular. Es, en cierto modo, una manera de reivindicar el poder de la cultura frente a los embates del olvido. El dragón de nuestros días ya no escupe fuego ni exige sacrificios humanos, pero adopta otras formas: el desinterés, la banalidad, la sobreinformación, la pérdida del pensamiento crítico. Y cada libro regalado, cada lector que se detiene a hablar con un autor o una autora, cada rosa ofrecida, es una pequeña victoria sobre ese dragón moderno.
Cabe destacar también que esta fiesta ha evolucionado en sus códigos de género. Si bien tradicionalmente los hombres regalaban rosas a las mujeres, y estas devolvían el gesto con libros, hoy ese intercambio es mucho más libre y simétrico. Las mujeres regalan libros y rosas; los hombres también. Se regalan entre amigos, colegas, familiares. La rosa ya no es sólo símbolo del amor romántico, sino también del reconocimiento, del cariño y de la celebración mutua. Lo mismo ocurre con el libro, que en su diversidad de géneros, estilos y temáticas, representa el universo de posibilidades que cada lector puede explorar.
Más allá de la leyenda fundacional, Sant Jordi ha conseguido convertirse en un símbolo de identidad colectiva. Es una fiesta que permite abrazar la diversidad literaria del mundo. En los puestos de las librerías pueden encontrarse autores de todos los países, desde clásicos hasta contemporáneos, desde la poesía al ensayo político, desde la novela gráfica hasta el cuento infantil. No hay jerarquías ni exclusiones. Todo cabe en el día del libro y la rosa, porque lo que se celebra no es sólo la letra impresa, sino la capacidad de las palabras para crear vínculos, transformar realidades y sostener la memoria de los pueblos. Quizás por eso, Sant Jordi es también una jornada de resistencia cultural. En tiempos de crisis —económicas, sanitarias o políticas—, la continuidad de esta tradición ha funcionado como una afirmación colectiva de que lo esencial sigue vivo. Durante la pandemia, aunque las calles se vaciaron, muchos mantuvieron la costumbre regalando libros y rosas a distancia, compartiendo poemas por mensajes o leyendo juntos desde la distancia. La leyenda del caballero que vence al dragón cobró entonces una nueva dimensión: la de quienes enfrentan la adversidad con palabras, con arte, con gestos de afecto.