Emily Dickinson no solo fue una de las poetas más originales del siglo XIX, sino también una mujer rodeada de enigmas. Discreta, introspectiva y tremendamente lúcida, vivió prácticamente encerrada en su casa de Amherst, Massachusetts, escribiendo a solas cientos de poemas que apenas compartió en vida. Pero lo que pocos saben es que, años después de su muerte, fue… enterrada dos veces.
Sí, literal. No es metáfora, ni leyenda urbana, ni licencia poética: los restos de Dickinson fueron exhumados y trasladados dentro del mismo cementerio donde había sido sepultada originalmente. Y aunque el hecho apenas se menciona en las biografías, dice mucho sobre la forma en que seguimos tratando a nuestros muertos ilustres.
Vamos por partes.
Emily Dickinson murió en 1886, a los 55 años. Su funeral fue tan sobrio como su vida. Sin grandes gestos, sin multitudes, ni homenajes públicos. Fue enterrada en el West Cemetery de su pueblo, en una parcela familiar, bajo una lápida que, como sus versos, encierra mundos en pocas palabras: Called Back («Llamada de vuelta»).

Con el paso del tiempo, sus poemas comenzaron a editarse y circular y el mundo descubría por fin a la poeta que había permanecido en las sombras. Ahí comenzó también la mitificación. Su casa se convirtió en lugar de peregrinaje, sus cartas fueron publicadas y sus objetos personales se preservaron como si fueran reliquias… la tumba donde fue enterrada empezó a recibir flores, lápices, libretas, mensajes manuscritos.
Pero en algún momento, en medio de ese proceso de reconstrucción y admiración, alguien decidió moverla. Los detalles son difusos. Algunos aseguran que fue una decisión familiar para reagrupar los restos en la zona más «visible» del cementerio, otros apuntan a una reorganización interna de las parcelas por parte de la administración del lugar. No se sabe con certeza quién tomó la decisión, pero lo que está claro es que Emily Dickinson fue exhumada y vuelta a enterrar, discretamente, sin ceremonia pública ni explicaciones.
¿Es relevante? ¿Cambia algo? Tal vez sí.
Para una autora que pasó su vida entera escribiendo en secreto y que hablaba de la muerte como si ya la conociera, este doble entierro tiene un aire poético involuntario. Como si incluso después de muerta, el mundo no supiera bien qué hacer con ella. Como si su lugar definitivo, tanto como su reconocimiento, hubiera llegado tarde.
En uno de sus poemas más célebres escribió:
«Porque no pude detenerme por la Muerte —
Él, amablemente, se detuvo por mí —
El carruaje no llevaba a nadie más
sino a nosotros… y la Inmortalidad».
La muerte, para Dickinson, era un paseo, una transición, no un final. Así que quizás ese segundo entierro no sea un error, sino una continuación. Un nuevo comienzo, como los que nunca tuvo en vida, cuando apenas publicó unos pocos poemas y nadie sabía el tesoro que guardaba en sus cajones.
Hoy, quienes visitan su tumba siguen dejando flores, mensajes y pequeños homenajes, quizá sin saber que los restos de Emily Dickinson no están exactamente donde los pusieron en 1886. Están a unos metros de allí. Como si la tierra, al igual que nosotros, necesitara tiempo para entenderla.