Descendencia

by Ana Vega

Los gatos eran animales muy poco apreciados en mi pueblo. Existían diferentes maneras de exterminio lento. Lo más común era que mi abuela los arrojase recién nacidos en una bolsa o saco de patatas al río directamente, previa carga de palos o sin palos. Existían otros métodos como cazarlos y dejarlos en otro pueblo, pero siempre volvían, incautos ellos… Y también maneras y modos más “distinguidos” de que los gatos sufriesen especialmente: incluir clavos o agujas en su comida, por ejemplo. El pasatiempo habitual era usar la escopeta (o darles de fumar a los sapos que no son gatos pero a falta de…). Nunca comprendí bien esta falta de sabiduría para gente que se suponía de campo pues todo el mundo sabe que donde hay gatos no hay ratones. Evidente, creo. Aunque los ratones sufrían también un exterminio lento y calculado, como aquella especie de tortura colgante de cada pared donde las moscas quedaban pegadas intentando tirar de sus alas rotas mientras la cocina parecía un matadero. Algo similar a lo que me contaba siempre mi madre: yo tenía un cerdo y le había cogido mucho cariño, venía conmigo al río a lavar la ropa, me seguía a todas partes, luego hicimos la matanza, lo abrimos en canal, y nos lo comimos. Y ya.

Creo que con los niños podía ocurrir algo similar. Era fácil escuchar a las mujeres del pueblo decir cosas como: yo no quería hijos ni casarme pero había que, o bien, si llego a tener hijos ahora iba a quererlos porque yo no sabía eso (quererlos era ya como un acto de locura). Lo que ahora parece una barbarie antes era lo más normal. Por eso lo de los gatos ni se pensaba, ni se piensa. Se mataban más gatos que culebras. Además los gatos entraban en las casas y comían todo lo que encontraban, como los niños. Solución: exterminio de lo que no sobra ni alimenta. Es curioso el calado tan profundo que existía sobre la diferencia entre: lo que sirve para algo o le podemos sacar las tripas, o partido alguno, o lo que no. Ejemplo, las hijas nacían para servir. Los hijos para trabajar. Los que se salían del papel podían correr la suerte de los gatos o de aquellos de los que se hablaba siempre como de lejos: fulanito de tal está encerrado en el desván, lo tienen allí porque “está de los nervios”. Normalmente eran mujeres. Locas, solteras o algo peor, embarazadas sin padre conocido. A mi tía la mató no el embarazo y la soltería sino las piedras que le arrojaron, por mucho que digan que fue el hígado (por supuesto debías correr con la fama posterior). La violación también era algo normal, se practicaba en cualquier lugar o bien antes del matrimonio a modo rito inicial, incluso tu madre podría contártelo sin problema alguno. Era algo normal.

“Si no sacas patatas, no las comes”, me decía siempre mi abuela. Y eso es algo que ha perdurado en el tiempo. Solo tienes derecho a la comida si te la has ganado, si no quizá sea mejor que te dejes morir lento. Esto luego se aplica a herencias, terrenos, todo, absolutamente todo, tiene un precio. Los cuidados se pagan con, el amor (de existir) se paga con, y cada hijo debe retribuir haber nacido con una absoluta servidumbre y plegarse a todo lo que se supone debes llevar a cabo: cómo comportarte ya que te han traído a este mundo como un obrero más no como un hijo, menuda desfachatez la nuestra. Las hijas mujeres, mejor casi ni indagar. Es curioso cómo la gente de la tierra, nacida entre bosques y árboles jamás observó cómo los animales que devoraban y mataban cuidaban a sus crías con cariño, con honor, con independencia y con amor. En esta tierra las bestias eran las más humanas.

Y qué por qué no hemos tenido descendencia nos preguntan algunas veces a las mujeres que hemos quedado en pie… Pues eso.

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