En el siglo IV a. C., en la ciudad de Halicarnaso, una mujer convirtió el duelo por la muerte de su esposo en una de las siete maravillas del mundo y en una leyenda que se mueve entre el amor más devoto y, quizá, una oscura obsesión. Porque no puede haber nada más perturbador que cenizas, vino y tristeza mezcladas en una misma copa. Hablamos de Artemisia II de Caria, antigua región histórica situada al sudoeste de la actual Turquía, que llevó el amor conyugal hasta lo inconcebible.
Artemisia era esposa y hermana de Mausolo, su marido, un vínculo que puede parecernos extraño hoy, pero que en ciertas dinastías orientales era una costumbre aceptada para conservar el poder en una misma estirpe. Así, en vida compartieron trono y sangre, y en la muerte Artemisia decidió que tampoco habría separación.
Mausolo era un sátrapa de Caria —nombre que se les daba a los gobernadores de las provincias de los antiguos imperios medo y persa, incluyendo la dinastía aqueménida y varios de sus herederos— que se había convertido en un hombre de poder y se había consolidado como uno de los grandes nombres de su tiempo. Cuando falleció en el año 353 a. C., la ausencia del sátrapa se hizo insoportable para su esposa, que no quiso que el silencio del duelo ocupara el lecho, el palacio y su corazón. Por eso y para perpetuar su memoria, ordenó levantar un grandioso monumento funerario concebido como tumba y como demostración de su amor y poder compartidos. De esta suerte nació el Mausoleo de Halicarnaso, un monumento extraordinario cargado de símbolos y belleza. El Mausoleo medía unos 122 metros de circunferencia y 43 de altura, estaba rodeado por 36 columnas, y la pirámide que lo coronaba tenía por remate un carro tirado por cuatro caballos.

Obra de los arquitectos Sátiro y Piteo y decorado por escultores célebres como Escopas, la construcción era tan magnífica que es recordada como una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo y dio origen a la palabra que aún hoy usamos para designar tumbas monumentales: «mausoleo». Cada piedra, escultura o relieve que se colocó en aquel enterramiento era un recuerdo de y para Mausolo, y allí fue inhumado, dentro de un sarcófago, como era habitual para la élite de la época.
A pesar de la belleza del sepulcro, Artemisia no lograba calmar el duelo. La piedra no bastaba y su tristeza era tan abrumadora, tan hiriente y pesada, que, según algunas fuentes antiguas —entre ellas las de Plinio el Viejo y Valerio Máximo—, decidió que solo había una manera de intentar acallarlas. Se dice que recogió las cenizas de su amado Mausolo, las mezcló con vino y se las bebió. Cenizas, vino y tristeza mezclados en una misma copa para aquietar su dolor y llevar siempre consigo, en su interior, una parte de él. Juntos en la vida, en la piedra y en la muerte. Quiso hacerlo carne de su carne y sangre de su sangre, como si de este modo pudiera evitar que él la dejara sola para siempre.
Este suceso, oscuro y desesperado, convirtió a Artemisia en una figura que comenzó entonces a formar parte del imaginario colectivo, pues la veracidad histórica de este episodio es más leyenda que un hecho comprobado. Fue, tal vez, un acto ritual o simbólico y no un entierro real por cremación, pero la imagen de la reina que bebió a su esposo ha sobrevivido a la realidad durante siglos gracias a distintos relatos, cantares y crónicas. Además, al mirar lo que queda del Mausoleo —ruinas que hoy se alzan en Bodrum, Turquía— no cuesta imaginar a Artemisia con un cáliz en la mano, uniendo piedra y carne, lágrimas y ceniza, amor y muerte.

Durante dos años más gobernó la soberana, completamente entregada a su duelo, hasta que murió en el año 351 a. C. Dicen que fue consumida por la pena pero, para los cronistas posteriores, sobre todo por la enfermedad. Y como antes explicaba, a pesar del adorno con el que los años han querido acicalar esta historia, máxime en su parte final, este amor nos deja una pregunta que, en realidad, recorre por completo la crónica. ¿Hasta dónde puede llegar el amor que no afronta la muerte?
Un amor extraño, sin duda. El de una reina que no aceptó que la vida y la muerte fueran fronteras y prefirió beberlas en un mismo vaso.