LLUME

by Ana Vega

Mi abuelo siempre nos advirtió de los peligros del fuego, del agua y de las crecidas del río, de la tormenta y los rayos (cómo protegernos si nos cogía desprevenidos en el monte), pero sobre todo del fuego. Recuerdo que mi tío, mi tía y mis primos cuando había tormenta siempre se metían en el coche y esperaban a que pasara. Mi abuelo nos enseñó a contar y así podíamos saber la distancia y el tiempo del que disponíamos para librarlos de lo peor. La cocina de leña se atizaba siempre, invierno y verano, era donde se cocinaba, cada día, y donde se preparan las empanadas para la fiesta, se asaba la carne los domingos y donde mi abuelo echaba leña todas las noches mientras nos contaba historias y miraba de lado por la ventana el puente para ver el movimiento de la pesca nocturna (en teoría prohibida pero el pueblo siempre fue ciudad sin ley). La leña era importante, y evidentemente los árboles que había que talar. Recuerdo el olor del eucalipto, también ir a coger avellanas, manzanas, naranjas, después del comer no íbamos a la nevera nunca, salíamos a coger el postre fuera de casa. Recuerdo perfectamente el olor de las naranjas, agrias, fuertes, las naranjas más hermosas que he visto nunca y que probaré en toda mi vida. Años más tarde, menos mal que él no lo vio, llegó la venta de los montes,  la tala desmedida, la plantación de eucaliptos, el exterminio del monte por herencias, dinero, egoísmo humano y el paisaje cambió porque decidimos matarlo lentamente. Si un conejo podía encontrar el camino a casa cuando lo soltaban por sarna muchos pueblos más lejos, cómo lo encontraría ahora me preguntaba.

De niña, según mi madre, me pasaba el día quieta. “No da guerra ninguna” decía — supongo que la guerra la daría después— pero sin embargo mi hermano era un “el mismo demonio”.  Mi madre decía que me daba un molino de café y yo le daba vueltas y vueltas sin decir ni mu (algo que más tarde me han recordado muchas veces en el hospital: “no te mueves y no te quejas, nos preocupas”). Se ve que el escándalo es símbolo de vida y el sigilo cosa de muerte grave. Toda la familia recuerda sus travesuras (y sus caídas: en una ocasión su bicicleta lo arrojó de cabeza al riachuelo y allí quedó clavado según mi madre hasta que tirando y tirando de él lograron sacarlo, a modo fórceps, fue un extraño renacimiento en la cuneta), en otra ocasión como a mi abuela le daba por sacudir una y otra vez el mantel de la cocina se le ocurrió clavar con puntas cada esquina, a mi abuela la pobre casi le da algo, y llegó al máximo de su ingenio cuando decidió junto a mi prima colocar en la cama de mi abuelo una culebra de plástico. Qué hizo mi abuelo, pues echar todo tipo de juramentos por la boca (allí era muy habitual acordarse de todos los santos para bien y para mal) y coger la escopeta de caza y ponerse a disparar a las sábanas sin atender a razones. Ese era nuestro mundo.

Pero la travesura más grave fue la que tuvo que ver con el fuego. En el pajar se guardaba la hierba seca, mi sitio favorito porque las gatas solían esconderse allí para parir a sus crías y yo me pasaba horas con ellas mimándolas y alimentándolas con mi madre de fondo gritándome por traer más gatos al pueblo (mi abuela metía a los gatos pequeños en una bolsa o un saco y los tiraba al río, a veces con golpes otras sin ellos, pero era muy normal matarlos a palos, darles de comer alfileres o tirarles tiros); pues bien, mientras yo miraba que ninguna víbora me mordiese los pies mientras me tendía en la hierba seca (¿existe un olor más dulce?) a mi hermano se le ocurrió una no muy brillante idea aunque temeraria a nivel máximo.

Era verano, época de hierba seca, así que mi abuelo y toda mi familia se encontraban al otro lado del pueblo. Entonces mi abuelo cogió su sombrero y comenzó a mirar hacia nuestra casa, vio cómo el humo crecía y crecía, comenzó a gritar y a decir que mi hermano había prendido fuego al pajar que se iba a quemar el pueblo entero. Y sí, efectivamente, mi hermano tuvo a bien prender fuego en el pajar con lo cual montó un buen espectáculo. Por suerte llegaron a tiempo y la cosa no fue a más, pero mi abuelo lo contaba como la mayor tragedia de su vida (después de África y Alhucemas se ve que llegó mi hermano de improvisto). El fuego, cuidado con el fuego nos decía. Y aún hoy los que sigue en pie de aquella estirpe y de aquel legado nos insisten: apaga el enchufe, no dejes nada encendido, cuidado con las velas… Porque saben que el fuego devora todo, se come la tierra, acaba con la leña, los animales, tu casa y eso implica la devastación de una familia entera.

Tengo dos imágenes en mi memoria. Una, cuando comenzó el fuego lejos pero veíamos el humo, siempre estábamos atentas al cambio de viento, al monte, si giraba, entonces vimos un corzo pasar justo delante de nosotros y arrojarse al río, jamás lo olvidaré, el animal más hermoso que he visto en mi vida. Y la segunda imagen, cuando el fuego muchos años más tarde llegó a las casas, cómo intentábamos comunicarnos con el resto de las casas, cómo avanzaba como en las crecidas al segundo, cómo las llamas atravesaban las copas de los árboles y la imagen que nunca olvidaré, cuando llegué meses más tarde, y caminé por un bosque de ceniza, ese día se me rompió el corazón de árbol. Cuántos pedazos de corazón podemos llevar rotos y seguir viviendo…Ni un solo animal, ni el canto de un pájaro, nada y los árboles centenarios no milenarios aguantando el embiste de las llamas. Me pareció la imagen más triste del mundo y nosotros los seres más bajos del universo.

En mi tierra nos enseñaron a quitar las malas hierbas, a tener mucha precaución con las quemas, mirar siempre los índices de incendio, ver pastar las vacas, caballos y cabras, comprobar los marcos del monte, estar muy al tanto los días de calor, enseguida levantar la cabeza y pensar si realmente olía a humo o era el miedo. Así aprendimos lo que es el fuego. Pena que esa educación se haya perdido y nuestra conexión con nuestra hermana tierra.

Cuando mi abuelo nos visitaba siempre me decía, estos edificios no me gustan nada, no se respira nada (no bien, nada) y si hay un incendio acuérdate, las llamas suben hacia arriba así que tienes que atar así las cortinas arrojarlas por la ventana y bajar con mucho cuidado para que no se rompa, es mejor que te des un buen coscorrón a que te quemes viva. No lo olvides. Y jamás lo olvidaré.

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