En marzo de 2014, el silencio sepulcral del convento de los Jacobinos en Rennes, la capital de la región de Bretaña —en el noroeste de Francia—, fue roto por la luz. Unos arqueólogos abrieron un ataúd de plomo, uno de los varios hallados en el lugar, que guardaba un secreto sellado durante casi cuatrocientos años. Dentro, intacta al paso del tiempo, encontraron a una mujer que parecía dormir y a su lado, en un relicario, un corazón humano perfectamente embalsamado que no era el suyo.
Su cuerpo, envuelto en el humilde hábito franciscano, yacía en paz, el rostro cubierto por un velo monástico, como si esperara solo el despertar en la eternidad. Sus manos, sobre el pecho, sostenían firmemente un sencillo crucifijo. Aquella durmiente era Louise de Quengo, dama bretona del siglo XVII, que murió en 1656; el corazón que la acompañaba era el de su marido, Toussaint de Perrien, Señor de Bréfeillac, muerto siete años antes.
El suyo fue un matrimonio sin hijos, lo que, en una época obsesionada con la estirpe, pudo haber cambiado el afecto que sentían hacia una comunión de almas que trascendía la herencia terrenal. Un amor diferente. Al fin y al cabo, pertenecían a una nobleza cuya vida era un tapiz donde la fe y la sombra de la muerte no se temían y se abrazaban con firmeza.
Cuando Toussaint marchó de este mundo en 1649, su cuerpo fue depositado en el convento de los Carmelitas Descalzos en Carhaix —actualmente Carhaix-Plouguer—, también en la región de Bretaña. Él había fundado ese monasterio y quiso reposar allí para siempre. Louise, con el alma rota por la pérdida, decidió que su esposo sería enterrado sin el corazón, pues este le pertenecía a ella. Mandó extraer el órgano y lo confinó en un relicario de plomo cuya inscripción no dejaba lugar a dudas: «Aquí yace el corazón de Toussaint de Perrien, caballero de Bréfeillac, cuyo cuerpo yace cerca de Carhaix en el convento de los Carmelitas Descalzos, que él fundó».
Luego, Louise ingresó como terciaria franciscana y cambió las comodidades de su castillo familiar en Bréfeillac por la austeridad y la reclusión del convento. Dedicó los siguientes años a la oración y a la espera, hasta que en 1656 murió. Entonces, el corazón de Toussaint fue depositado, tal y como ella había previsto, junto a su cuerpo en el convento de Rennes, reuniéndose en la infinitud de la muerte.
Este gesto, que hoy nos estremece, era conocido en la corte barroca francesa como el partage du cœur (el reparto del corazón). Era una especie de ritual de amor espiritual mediante el cual los cuerpos podían yacer separados en el espacio, pero los corazones, reunidos, sellaban una unión indisoluble más allá de la materia. Las excavaciones de Rennes lo confirmaron, pues se encontraron al menos otros tres corazones en distintas urnas pertenecientes a otros nobles como, por ejemplo, Catherine de Tournemine.
Los científicos que desvelaron este misterio comprobaron que el cuerpo de Louise había sido embalsamado con una técnica excepcional, preparando a la mujer del velo para su viaje eterno; y el corazón de Toussaint se conservaba como un tesoro biológico a su lado. Lo que para la ciencia fue un hallazgo único, para el amor y sus relatos, para quienes profundizamos en lo extraño de su ser y sentir, es una historia que bien podía ser una balada épica —aunque sea totalmente real— de dos almas que se juraron no separarse hasta que el plomo, en el silencio de la muerte, los reuniera de nuevo. Actualmente, el cuerpo de Louise de Quengo y el corazón de su esposo reposan juntos en el cementerio de la Chapelle-des-Fougeretz, cerca de Rennes, donde fueron enterrados nuevamente en 2015.
Tal vez, pienso, cuando descubro estas historias y, a mi manera, les devuelvo la vida, la auténtica eternidad no se encuentra en las palabras grabadas en tumbas y relicarios. Tampoco en las oraciones elevadas a un cielo que no sabemos si realmente nos responderá alguna vez. Posiblemente, la verdadera eternidad esté en ese corazón guardado que, quizá, aún palpita en mudez total para nosotros, siglo tras siglo en la oscuridad, y que solo desde el otro lado del velo se puede sentir.