La figura de mi abuelo siempre me resultó fascinante, creo que he vivido más tiempo junto a él y sus historias que he vivido fuera de ese mundo; es un tiempo distinto, cuyo aprendizaje comprendí más tarde, mucho más tarde. Mi abuelo nos obligó a aprender de memoria nuestro primer poema y yo aprendí a contar historias escuchando las que me contaba:
LOS ÁRBOLES SON TESOROS
(por Honoria Pérez Marín)
Son los árboles tesoros
que en la tierra puso Dios,
grandes bienes para el hombre
que para él aseguró.
Tiene el aire por el árbol
saludable condición,
ecos dulces de las aves,
de las flores grato olor.
Dan los árboles la fruta,
dan madera, dan carbón,
la lluvia fecunda atraen,
las hojas tapan el sol.
Debe el niño bien criado
a los árboles amor,
defender los brotes nuevos
y evitar la destrucción
y así crecerán a un tiempo:
árbol, niño y los dos
serán útiles al mundo
y tendrán su bendición.
Lo recuerdo como cántico, sigue en mi memoria intacto aunque apenas recuerde ya todos los versos. Curiosamente toda mi familia salta como un perro ante un silbato en cuanto escucha la palabra árbol y todos cual coro sagrado susurra: “tesoros que en la tierra puso Dios…” Mi abuelo marcó ahí la diferencia de su legado: los árboles como el elemento clave de nuestras vidas. Y así lo fue uno en especial, vínculo y parte fundamental de toda nuestra familia: “a naranxeira (naranjo)” que estaba situada justo frente su casa. Recuerdo el sabor exacto de sus naranjas, agrias pero deliciosas, recuerdo trepar por él, recuerdo los pájaros sobre sus ramas, recuerdo cada foto con el naranja de fondo y justo al lado un bidón que yo desde pequeña definí como “el bidón de petróleo” porque siempre me pareció un elemento horrible (intenté derribarlo varias veces pero un día me dijeron que bajo él se encontraba un nido de culebras y eso para mí era sagrado). De niña me rodeaba de todo tipo de insectos, anfibios, perros, gatos y si podía algún reptil, también (cuando estaba a punto de coger una culebra siempre había alguien que me paraba: “Ni se te ocurra”). Mi abuelo me enseñó la primera lección reptil: “Cuidado con las víboras, se quedan con tu cara y te perseguirán”. Convivíamos con ellas de modo natural con el nido frente a la casa. Por un lado estaban las víboras y por otro las culebras del río, pero lo que yo siempre deseé encontrar fue la culebra del camino de “Las tres Calles” que decían medía más de un metro —yo calificaba las serpientes marrones grandes como serpientes marrones grandes y punto— pero nunca logré verla.
Mi abuelo tenía un trabajo que mis ojos de niña veían como algo mágico: era el guardián del río. Cada día, a la misma hora, salíamos de casa a saltos, atravesábamos varias praderas y riachuelos con cuidado de no caernos entre las piedras ni mojarnos en los riachuelos hasta llegar al lugar más hermoso del mundo: la caseta del río. Había un puente lleno de moho que atravesaba el río, los árboles parecían arrojarse sobre el río y la caseta y acogernos al llegar entre sus ramas. Yo me detenía siempre cuando subía y al bajar, me sentaba en la escalera y escuchaba el río y los árboles, por el ruido del río sabíamos cómo iba la corriente, si había peligro de crecida o no, luego íbamos a la caseta y veíamos el gráfico —aunque yo estaba siempre más interesada en la araña negra más grande que he visto en mi vida y su tela de araña que duró yo creo que unos cien años—, apuntábamos lo que señalaba el gráfico y mirábamos con mi abuelo lo que marcaba el cauce con una especie de métrica que yo no reconocía pero sí sabía bien cuando había crecido. Luego volvíamos felices. Yo no comprendía bien por qué si era el guardián del río se cargaba a sus truchas y salmones. Sigo sin entenderlo.
En el pueblo había un miedo ancestral a las crecidas, mi madre nos contó cómo la más grande se llevó medio pueblo y la familia entera se escondió en la cocina. Se veían troncos, caballos, vacas, pasar, decía mi madre y el ruido era estruendoso. Cuando el agua lo había desbordado todo comenzó a bajar el agua por los montes por lo que el pueblo quedó atrapado. Por eso aprendí siempre a mirar a los lados, arriba y abajo y a estar muy atenta en todas partes. Vi en alguna ocasión crecer el río y cómo éste aumentaba en minutos, y el ruido, ese ruido ensordecedor del agua arrasando todo, llegando a la puerta de la casa… Mi abuelo siempre nos enseñó las lecciones más básicas de supervivencia. Cuando nos visitaba en la ciudad siempre nos decía: “¿Y si hay fuego por dónde bajáis? Acuérdate, trenza con las cortinas una cuerda y baja por la ventana”. También como chupar ciertas amapolas, cuál era el pan de las culebras, comer fresas salvajes y ciertas otras cosas inexplicables como que bañarse mucho era malo al igual que el tomate. Misterios. Mi abuelo aprendió a nadar cuando le cayó el sombrero mientras observaba un salmón en el “Pozo del Penedo”. No sabía nadar pero se arrojó al agua para cogerlo y comenzó a mover los pies como un perro hasta que lo cogió y salió a la superficie. Y así aprendió a nadar de paso. En mi familia solo él sabía nadar. También era el único que tocaba el acordeón porque toda la familia por parte de mi abuelo eran músicos (venimos de una familia de músicos ambulantes) y mi abuelo decía que no podía aguantar escuchar música sin que “se le levantasen las piernas del suelo”. Y juro por dios que se le levantaban siempre.
A mi abuela le gustaba más cantar. Se sentaba en las escaleras a pelar patatas y ver los tomates al sol y mientras tanto cantaba. Me llamaba siempre Belén. Recuerdo que nos arropaba de noche aunque fuese verano hasta el cuello, muy fuerte, mientras que mi abuelo atizaba el fuego de la cocina de leña, aunque fuese verano también. Antes de dormir nos sentábamos con él junto al fuego y nos contaba sus historias: la guerra, su experiencia en África, cómo se tiró de un camión en marcha para huir, los lugares en el monte donde se había escondido la gente…
De noche, a veces, escuchábamos cómo alguien le lanzaba piedras a la ventana. Corríamos a asomarnos a la ventana y veíamos cómo se hacían señales desde el río con una linterna: alguien había puesto una línea o avisaba de que había material para el guardián del río, para mi tío o para otros. Luego mi abuelo cogía la emisora. La ilegalidad era algo normal y evidente. Supongo que ahí comprendí por qué en este mundo se calificaba de listos precisamente a quien no se debía calificar de listo sino más bien de delincuente. La cosa se ve que no ha cambiado, más bien ha ido a peor.
La relación con el río era tan tremenda que era visitado por gente de todas partes. Yo no comprendía bien cómo podía aparecer en mi pueblo de la nada un coche negro de gente rica que venían a ver mi abuelo. Mucho más tarde me enteré de que mi abuelo pescaba para personas conocidas de la ciudad que no pescaban pero que luego lucían los triunfos del río de mi abuelo. No me gustaba esa gente. Y sigue sin gustarme.
Prefería a sus extraños amigos. El que venía pero apenas oía nada con un rudimentario aparato en la oreja con una especie de sonidos e interferencias que yo siempre atribuí a cuestiones alienígenas, el que bajaba de noche desde otro pueblo y nos contaba si había visto lobos o zorros al bajar y jugaba a las cartas o al parchís hasta las tantas, tantos amigos de los que aprender tantas cosas… Al final, lo importante de las cosas, sin más. Realmente no solo era el guardián del río sino también de los árboles y de un mundo que ahora veo ha desaparecido por completo.
Recuerdo que un día salió a la puerta, miró al cielo y me dijo: “Se fundió la atmósfera”. Creo que estaba definiendo el futuro de la humanidad.