Hay historias que parecen leyendas nacidas al calor de la imaginación desbordante de algún literato al que las narraciones de amores extraños y extravagantes no le dejan descansar el ingenio. Mas no es este el caso porque esta historia —desconcertante y literaria, hay que admitir— sucedió de verdad. Es la historia de una mujer que decidió conservar el corazón embalsamado de su marido en una caja de marfil y llevarlo consigo durante años. De hecho, hasta su muerte. Ocurrió en Escocia, en el siglo XIII, en una época en la que el matrimonio era casi siempre una cuestión de alianzas y territorios, y su protagonista se llamaba Devorgilla de Galloway.
Hija de Alan de Galloway, príncipe señor de aquellas tierras, y Margaret de Huntingdon, fue una noble instruida, generosa y con poder. Casada con John de Balliol, un noble anglonormando vinculado a la corte de Enrique III, su matrimonio forjó una alianza estratégica entre Escocia e Inglaterra. Devorgilla fue una figura muy influyente en su tiempo. Madre de un futuro rey de Escocia —Juan de Balliol, también conocido como Juan I de Escocia—, fundó colegios, financió monasterios, gestionó territorios y actuó como mecenas; si bien, por lo que es recordada no es por su generosidad. Lo es por su manera de amar y, más concretamente, por su forma de hacer visible ese amor. Algo que convirtió su vida en leyenda.
Cuando su esposo, John de Balliol, murió en 1268 o 1269 (la fecha no está clara), Devorgilla mandó extraer su corazón, lo hizo embalsamar y lo guardó en una arqueta de marfil decorada con plata que llevó consigo durante las dos décadas que le sobrevivió. No se sabe si dormía con el corazón o solo lo dejaba cerca cada noche, pero sí se repite —en crónicas y leyendas— que no se separaba nunca de aquella caja que parecía, dicen algunos, un ataúd en miniatura en cuyo interior latía algo que ya no debía latir.

Cinco años después de la muerte de su marido, fundó una abadía cisterciense en su memoria. Está en el sur de Escocia, en el condado histórico de Kirkcudbrightshire en Dumfries y Galloway, y aún hoy puede visitarse, aunque el lugar se encuentra en ruinas. El pueblo que se levanta junto a los restos del monasterio se conoce como New Abbey. Cuando ella murió en 1290, fue allí enterrada junto a ese corazón que había guardado y llevado consigo a todas partes como el suyo propio y, desde entonces, la abadía se conoce como Sweetheart Abbey o Dulce Cor (del latín «dulce corazón»).
Puede todo esto parecer una leyenda, pero, como digo, no lo es. Está documentado, ocurrió de verdad y, si bien con el paso del tiempo y las estaciones los detalles se han embellecido o adornado, el hecho central permanece intacto. Un corazón en una caja, una mujer que lo guarda y una iglesia que lo alberga. Un amor extraño que llevó a Devorgilla a acompañarse de un latir que, tal vez, solo escuchara ella. El palpitar de un sentimiento reservado solo para una viva y un muerto; para un muerto y una viva que no quería dejar marchar ni al amor ni al hombre.
Esta historia no ha generado, que yo sepa o haya encontrado, una novela o cuento directo —aunque todo es empezar, porque la semilla, desde luego, es fértil y podría dar un buen fruto—, pero sí podemos ver su sombra en algunas de las ficciones más obsesivas de la tradición occidental. Encontrar el fantasma de Devorgilla en mujeres de la literatura que se aferran a una ausencia hasta convertirla en materia.
¿Acaso no hay señal de ese amor perturbador en Catherine y Heathcliff, en Cumbres borrascosas, incapaces de separarse ni siquiera después de la muerte? Lo vemos en la señora Rochester, en Jane Eyre; incluso en Lucy de La novia de Lammermoor, nacida de la pluma de Walter Scott que, por cierto, escribió parte de su obra en esas mismas tierras. Todas ellas cargan, de alguna forma, con un corazón que ya no late pero que tampoco se va. La diferencia es que Devorgilla lo hizo de verdad. ¿Mas no palpita el mismo impulso de fijar el amor a toda costa, de conservar lo que ya no vive, en las figuras del romanticismo gótico?
Hay también quienes comparan su historia con la de Romeo y Julieta, como si Escocia tuviera su propia tragedia romántica. Yo no creo que lo suyo fuera exactamente eso. Lo de Devorgilla no respondía a un impulso juvenil ni a un drama de familias enfrentadas. Quizá se tratara más bien de un duelo sin renuncia, de no querer aceptar que el amor tuviera que desaparecer con la muerte. Un gesto extremo, incluso turbador, porque habita en una zona intermedia entre la devoción, la obsesión y la ternura más feroz; porque no es habitual —ni siquiera entonces— que alguien convierta el corazón del otro en reliquia. Y esa rareza hace que, lo que podía haber sido una nota a pie de página en un libro de historia, se convierta en una imagen poderosa. Tenemos una mujer caminando con un corazón ajeno entre sus manos. Un corazón real, conservado, enterrado junto a ella siglos antes de que algunos de los más famosos poetas románticos hicieran del exceso su bandera.
La abadía que ella mandó levantar también se ha convertido en una leyenda viva. La Abadía del Dulce Corazón, con sus muros rojizos consumido por la caída incesante de las hojas de los calendarios —han pasado 752 años desde que se construyó—, es hoy un lugar abierto al cielo. La vegetación se cuela por los arcos, pero el nombre se mantiene, y allí, bajo su tierra y su piedra, están Devorgilla y el corazón de su amado John.
La historia de Devorgilla puede hacernos imaginar, crear y escribir nuestras propias ficciones; sin embargo, ella no escribió ninguna. No dejó cartas, diarios ni confesiones al respecto. Lo que tenemos es una mujer, un corazón y una caja de marfil.