El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza prepara para el otoño una de las exposiciones más sugerentes de los últimos años. Del 28 de octubre de 2025 al 1 de febrero de 2026 se mostrará en Madrid Picasso y Klee en la colección de Heinz Berggruen, un recorrido de medio centenar de obras que permitirá asistir a un diálogo artístico de enorme intensidad entre dos creadores fundamentales del siglo XX y, al mismo tiempo, recuperar la figura de uno de los coleccionistas más influyentes del pasado siglo: Heinz Berggruen.
El proyecto nace de la colaboración con el Museum Berggruen de Berlín, institución que custodia el legado reunido por el marchante alemán y que, durante la remodelación de su sede, ha impulsado desde 2022 una serie de itinerancias internacionales en Japón, China, Australia y varias ciudades europeas. Madrid se suma ahora a esa lista, acogiendo un conjunto de piezas que permiten mirar de nuevo a Picasso y Klee desde la perspectiva de un coleccionista que los consideraba no solo esenciales en la historia del arte moderno, sino también complementarios en sus búsquedas creativas.
La muestra, comisariada por Paloma Alarcó y Gabriel Montua, se articula en torno a cuatro grandes núcleos temáticos: retratos y máscaras, paisajes, objetos y arlequines y desnudos. En cada sección se ponen en paralelo obras de ambos artistas que, pese a sus diferencias de temperamento, revelan afinidades profundas. Picasso aparece como un creador terrenal, excesivo, sensual, con una energía meridional que lo lleva a deformar la realidad con una audacia desbordante. Klee, en cambio, se nos presenta como un artista introspectivo, espiritual, cargado de un lirismo intelectual que transforma cada motivo en metáfora. Y, sin embargo, ambos comparten un mismo espíritu de experimentación, un interés por lo grotesco y lo satírico, por la distorsión del cuerpo humano, por la caricatura como herramienta para desvelar verdades ocultas.
Los retratos y máscaras ocupan un lugar central en este diálogo. En el caso de Picasso, las deformaciones que aplica a las figuras femeninas, como en sus representaciones de Dora Maar, muestran hasta qué punto concibió el retrato no como reproducción fiel de la apariencia, sino como un campo de metamorfosis en el que lo grotesco se convierte en revelación. La influencia de las máscaras africanas y oceánicas se advierte en obras como los estudios para Las señoritas de Aviñón, donde el artista hallaba un potencial mágico y transformador. Klee, por su parte, llevó su fascinación por los rostros enmascarados hacia una investigación de lo invisible. Inspirado por el museo etnográfico de Múnich y los teatros de marionetas, buscaba reflejar aquello que permanece oculto tras la superficie, a menudo mediante un grafismo de apariencia ingenua que sin embargo revela una carga inquietante, como en Dama con lacre o La señora R. viajando por el sur.
El paisaje constituye otro de los territorios de encuentro. Para Picasso fue un campo de experimentación decisivo en la gestación del cubismo, con ejemplos célebres como las panorámicas de Horta del Ebro. Aunque no cultivó el género con la misma constancia, algunas piezas incluidas en la exposición, como Naturaleza muerta delante de una ventana, Saint-Raphaël o Vista de Saint-Malo, muestran su capacidad para reinventar la tradición. En el caso de Klee, el viaje a Túnez en 1914 marcó un punto de inflexión. Allí encontró la clave para un lenguaje que ya no buscaba imitar la naturaleza, sino dialogar con ella en un plano más profundo. Obras como Ciudad de ensueño o Casa giratoria revelan cómo integró influencias cubistas en un mundo visual propio, hecho de geometrías flotantes y arquitecturas oníricas.
El terreno de la naturaleza muerta, o de las cosas, se presenta como otro espacio de afinidad. Si en el siglo XVII este género remitía a la fugacidad de la vida, en el siglo XX Picasso y Klee lo convirtieron en un laboratorio formal. Picasso, influido por Cézanne, fragmentó la materia y el espacio, e introdujo objetos reales en sus composiciones para fundir lo representado con lo tangible. Su Naturaleza muerta con racimo de uvas de 1914, con periódicos y serrín incorporados a la tela, marca el nacimiento del cubismo sintético. Klee, en cambio, buscó la esencia de los objetos en su estructura interna, defendiendo que su verdadero ser iba más allá de lo visible. Obras como Porcelana china o Flor y fruta revelan esa voluntad de captar un dinamismo orgánico en elementos aparentemente inanimados.
La sección final reúne arlequines y desnudos, dos universos que Picasso abordó de manera obsesiva a lo largo de su vida. Desde los Dos bañistas de 1921 hasta Silenos con danzantes de 1933, pasando por sus múltiples arlequines —entre ellos el célebre Arlequín sentado de 1905—, se despliega un repertorio de cuerpos fragmentados, sensuales, teatrales. El circo y el desnudo aparecen como escenarios donde la vitalidad y la vulnerabilidad se entrelazan. Klee se acercó al mundo circense desde una óptica distinta, en la que la figura humana se funde con la arquitectura y el color, como en Arlequín en el puente o Despertar, donde la silueta reclinada parece integrarse con el fondo en un todo armónico.
La exposición no es solo una oportunidad de contemplar obras maestras, sino también de entender el papel decisivo de Heinz Berggruen. Nacido en Berlín en 1914 y exiliado durante el nazismo, trabajó en el San Francisco Museum of Art y colaboró con Diego Rivera antes de regresar a Europa tras la guerra. En París abrió en 1948 su primera galería y, más tarde, la célebre Galerie Berggruen & Cie. Durante décadas fue una figura clave en el mercado internacional, rescatando obras de colecciones privadas y acercándolas a mecenas contemporáneos. A partir de los años ochenta se volcó en el coleccionismo personal, con una clara preferencia por Picasso y Klee. Su colección fue adquirida en el año 2000 por el gobierno alemán, dando lugar al Museum Berggruen, parte de la Nationalgalerie. El paralelismo con Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza, cuya colección también acabó en manos de un Estado, es evidente: ambos entendieron el coleccionismo no solo como acumulación de bienes, sino como una forma de transmisión cultural al servicio del público.
Que hoy Madrid acoja esta selección significa recuperar no solo la huella de dos de los artistas más influyentes de la modernidad, sino también el gesto generoso de un coleccionista que supo ver en ellos los pilares de una época. En sus memorias, Berggruen los definió como “los dos creadores fundamentales de la primera mitad de nuestro siglo”. La exposición confirma esa convicción, mostrando cómo dos lenguajes distintos podían coincidir en la misma voluntad de transformación: alterar las formas para revelar lo invisible, deformar lo humano para acercarse a lo esencial, convertir lo trivial en un campo de descubrimiento.
Los visitantes encontrarán en el Thyssen no solo cuadros célebres como Dora Maar con uñas verdes, Mujer con lacre o Arlequín sentado, sino también la oportunidad de comprender cómo la pintura del siglo XX fue capaz de reinventar el modo de mirar. El humor corrosivo de Picasso y la delicadeza metafórica de Klee se dan la mano en una muestra que es, más que una confrontación, una conversación sin tiempo.