En el invierno de 1290, un cortejo fúnebre emprendió un lento caminar hacia Londres. Portaban el cuerpo de Leonor de Castilla, reina consorte de Inglaterra y esposa de Eduardo I. Acababa de morir en Harby, Nottinghamshire, a los cuarenta y nueve años, y su cuerpo era llevado a la abadía de Westminster, lugar escogido por su marido para el reposo eterno de esa mujer que le había acompañado durante treinta y seis años. Así, abrigado de lluvia y niebla, el rey la escoltó más de trescientos kilómetros y, en cada punto donde el cortejo se detuvo a pasar la noche, ordenó levantar una cruz de piedra en honor a su amada, The Eleanor Crosses. Doce cruces que dibujaron una peregrinación de dolor y ausencia, como si aquel hombre, rey y viudo, quisiera marcar con piedra, para la historia, el mapa de su pérdida.
Leonor y Eduardo se casaron en 1254 en la abadía de Santa María la Real de Las Huelgas (Burgos) siendo unos niños. Él tenía quince años y ella, según algunas crónicas de la época, trece. El matrimonio respondía, como tantos otros de aquellos tiempos, a una estrategia política. Leonor era hija de Fernando III de Castilla y Juana de Danmartín, y al matrimoniar con Eduardo, entonces todavía príncipe, sellaba la paz entre Castilla e Inglaterra por la disputa de la gobernación de Gascuña, entre otros asuntos.
La alianza les convenía a ambas familias; si bien, al parecer, lo que empezó como un pacto dinástico, fue transformándose en algo más, pues Leonor no se conformó con el papel de reina consorte, madre de reyes y garante del linaje castellano en la corte anglosajona. Ella decidió viajar con su marido a las cruzadas, en campañas militares, y se mantuvo siempre cerca de los centros de poder. Compartieron cama, decisiones y pérdidas, ya que tuvieron al menos dieciséis hijos, aunque solo seis alcanzaron la edad adulta.
En noviembre de 1290, durante uno de sus desplazamientos oficiales, Leonor enfermó de forma repentina y murió. La causa exacta no se conoce —se ha hablado de fiebre o de complicaciones tras su último parto—, pero su muerte supuso un duro golpe para el soberano inglés, lo que dio lugar a las doce cruces de Leonor. Doce cruces originalmente de madera, luego de piedra, ricamente adornadas, que marcaban puntos de duelo, un alto en el camino, un lugar donde Leonor descansó por unas horas mientras su esposo permanecía a su lado; mientras su esposo la rezaba y, quizá a sabiendas o quizá no, convertía su amor en leyenda. Eran monumentos de oración, pero también, pienso, de amor. Últimos reposos nocturnos compartidos.

Una vía de luto, pero también de memoria, que recorre Geddington, Grantham, Stamford, Hardingstone, Northampton, Stony Stratford, Woburn, Dunstable, St. Albans, Waltham, Cheapside y Charing —donde hoy se alza Charing Cross—.
De estos monumentos góticos, levantados entre 1291 y 1295, al presente solo se conservan tres, los de Geddington, Hardingstone (cerca de Northampton) y Waltham Cross. Las demás cruces han sido demolidas, saqueadas o sustituidas por réplicas. Sin embargo, la senda permanece como si fuera el mapa de un rey enamorado o, al menos, profundamente unido a su reina. Altares al aire libre que susurraban una historia de amor, tal vez auténtica —¿por qué no?— al pragmático viento medieval.
Como era costumbre entre la realeza, tras su muerte, el cuerpo de Leonor fue dividido. Su corazón, símbolo del alma y el amor, reposó en Blackfriars; sus entrañas fueron depositadas en la catedral de Lincoln y el cuerpo fue sepultado en la abadía de Westminster. Tres lugares distintos para una sola reina. Hoy, solo la tumba en Westminster, en la capilla de San Eduardo el Confesor, permanece. Es obra de Richard Crundale, y cuenta con una efigie de bronce dorado fundida por el orfebre William Torel en 1291. La losa de la tumba y las almohadas bajo su cabeza están cubiertas con los emblemas de Castilla y León. La inscripción en francés normando alrededor del cofre de la tumba dice: «Aquí yace Leonor, quien fuera reina de Inglaterra, esposa del rey Eduardo, hijo del rey Enrique, e hija del rey de España y condesa de Ponthieu, de cuya alma Dios, en su compasión, tenga misericordia. Amén».
El rey también ordenó que se mantuvieran dos cirios encendidos junto a su tumba, tanto de día como de noche. Orden que se cumplió durante más de dos siglos, hasta que la Reforma protestante los apagó. Las leyendas dicen que el corazón del propio Eduardo fue enterrado con ella, pero la historia —esa que suele ser más sobria y plúmbea— indica que tras morir en 1307, a los sesenta y ocho años, fue sepultado, entero, en la Capilla de San Eduardo de Westminster junto a su esposa.
Este tipo de amores, extraños, dramáticos, tienen algo de perturbador, he de reconocer, pero son igualmente hipnóticos. Amores que parecen nadar entre el fervor y la necesidad de transcendencia, y cuyas historias, más o menos acicaladas por el pincel del tiempo —experto en embellecer tanto las más sombrías como las más bellas narraciones de amor—, sobreviven. Incluso alimentan la pluma de la ficción para dar lugar a novelas como la escrita en 1979 por Decca Warrington sobre esta misma historia, titulada The Eleanor Crosses.
Y no sé si Eduardo amó a Leonor como los poetas dicen que se ama, pero la acompañó en la muerte y la convirtió en inmortal en una época en la que muchas reinas desaparecían del relato oficial en cuanto cumplían su función dinástica. No le escribió versos —que sepamos—, pero talló en piedra su ausencia, como si no quisiera permitir que el tiempo la borrara. Un amor que recuerda a otros que la literatura ha sabido recoger a su personal manera como el que Poe sentía por su Annabel Lee. Un amor que le llevaba a dormir junto al sepulcro de su amada, junto al rumor del mar, convencido de que ni los ángeles pueden separar a quienes han amado de verdad.