SARNA. Una historia de Ana Vega

by Ana Vega

Mi tío vivía cerca del río. La casa tenía unas escaleras desde donde podías ver las jaulas de los perros de caza, los coches abandonados y destartalados, las furgonetas que ya no utilizaba para vender el pescado. Y el viejo jeep verde. Recuerdo el olor a pescado muerto. Truchas y salmones en la bañera, en la cocina. Todos los días. Cada día.

Mi abuelo fue un cazador y pescador muy conocido en la comarca. Siempre tengo en mente su foto con el gran lobo muerto: había sido el único capaz de matar al lobo que devoraba al ganado en el pueblo. Pero mi abuelo tenía la sabiduría del campo. Mi tío tan solo había heredado el legado de maldad y violencia de toda la estirpe familiar. Era «listo», como decían.

Volvamos a su casa. Desde las escaleras podías ver la casa de enfrente. Allí vivía una anciana, familia de mi tía, su mujer. Llevaba un pañuelo blanco siempre sobre su pelo enmarañado. Decían que no hablaba pero juro que yo la escuché quejarse y gemir y alzar la voz cuando él le arrojaba la comida desde la escalera al suelo. Sí, cuando llegaba la hora de comer ella se acercaba junto a los perros y los gatos y él le tiraba la comida en el suelo, le daba la vuelta al cuenco y caía en la tierra, entre los perros, la basura. Y juro que ella alzaba la voz. A todos les parecía normal e incluso se reían. Nunca he compartido sentido del humor alguno con ningún miembro de mi familia.

Los gatos tenían sarna y tiña. También los perros. Aprendí muy rápido esas dos palabras: tiña y sarna. Mi madre cuando reposaba en cama de otra de mis eternas dolencias de niña me trajo un pájaro recién nacido. A ella eso también le pareció normal. Yo creí que simplemente deseaba ver la sarna en mis manos. Pero cogí la tiña, no la sarna. Una especie de medallones entre violeta, rojo y negro llenaron mi cuerpo. Tuve suerte, no me tocó la cabeza —allá donde te toca no te crece el pelo más, decían— pero sí las piernas y los brazos. De la sarna me libré aunque siempre anduve cerca de la tuberculosis, una enfermedad que me lleva rozando toda la vida. Supongo que es la enfermedad más adecuada por carácter y escritura. «Viene por las cartas» decía mi tío medio sacerdote, medio cartero. El médico del pueblo simplemente te preguntaba por la vacas.

Cuando estaba más delgada, mi tío —el pescadero— solía gritarme: «Mete piedras en los bolsos que te va a llevar el aire a San Juan». En San Juan se encontraba el cementerio y nuestros familiares muertos. Aún hoy a veces siento cierta sensación de culpa al recordar mi respuesta: «Probablemente vayas tú antes». Mi tío se llamaba Ángel. Era el favorito de mi abuela. Las mujeres de mi familia siempre han tenido un hijo favorito y han detestado profundamente a sus hijas. Mi abuela perseguía a mi madre con unas tijeras para matarla. También era normal. Decían que una bruja la había hechizado (una mujer rubia que había vivido en una casa cercana) nadie pensó que los golpes recibidos por mi abuelo y las infidelidades (infidelidad, digo, en aquellos tiempos…) tenía sentido. Mi madre también es así, odia a la hija, adora al hijo. No nos soportan. Más aún si hemos decidido rebelarnos contra el legado familiar. Es un modo de ser. Nos dan vida pero desean vernos muertas.

Por eso de pequeña siempre estaba con los animales, los gatos, las lagartijas, los perros, los caballos (ay, los caballos…), las vacas, los conejos, los árboles y las flores, entendían mi lenguaje, no había violencia allí. Caminaban siempre a mi lado, me acompañaban a hacer ondas al río donde veía saltar los salmones que luego mi familia abría en canal. Era digna de odio evidentemente. Y me gustaba bailar. No comprendo porque nadie no me clavó un anzuelo y me metió en la bañera junto al resto de peces. De todos modos lo siguen intentando.

Sin embargo imaginaba, he ahí mi gran poder, crecí feliz escuchando las historias de mi abuelo sobre «la encantada» que se peina con su peine de oro y soñando con llegar a ver la culebra del puente de la Curbeira y que cual dragón me llevase lejos.

Pese a todo. Hay tantas historias y aprendizaje en todo lo que viví en esa infancia atrozmente bella que me dispongo a contarlo por vez primera. Quizá no pueda, quizá sí.

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