Hasta siempre Hulk Hogan

by Clara Belmonte

El mundo de la lucha libre profesional —y con él, una parte esencial de la cultura popular del siglo XX— acaba de perder a uno de sus pilares más icónicos. Hulk Hogan ha fallecido, y con él se apaga no solo una carrera legendaria, sino también el aura de una era dorada en la que los límites entre deporte, espectáculo y mito eran casi indistinguibles. Su nombre, inseparable de la palabra wrestling, se convirtió durante décadas en sinónimo de fuerza, heroísmo y también de exceso. 

Nacido como Terry Gene Bollea en 1953, Hogan irrumpió en la escena de la lucha libre en los años setenta, pero no fue hasta la década de los ochenta, bajo el paraguas de la WWF (actual WWE), cuando se transformó en un fenómeno global. Con su físico descomunal, su bigote rubio, sus bandanas y sus lemas de boy scout musculado —“Say your prayers and eat your vitamins”— se convirtió en el prototipo del héroe americano de su época: invencible, moralista y profundamente mediático. La Hulkamania fue un fenómeno social que desbordó los límites del ring: llenaba estadios, lideraba audiencias televisivas millonarias y vendía merchandising como ninguna otra estrella del entretenimiento deportivo.

Pero Hogan no se limitó al cuadrilátero. Su rostro se volvió omnipresente en películas, programas de televisión, videojuegos, cómics y anuncios. Participó en películas como Rocky III y protagonizó cintas propias que explotaban su carisma rudo y amable. A mediados de los noventa, cuando su estrella parecía desvanecerse, supo reinventarse como villano bajo el nombre de “Hollywood Hogan” en la WCW, liderando el infame grupo nWo y demostrando que su magnetismo funcionaba tanto como héroe como antagonista. Pocos supieron leer tan bien los códigos de su tiempo. Fiel a su estilo, se convirtió en espectáculo puro, en narrativa ambulante, en símbolo de lo que era capaz de producir el entretenimiento estadounidense.

Hulk Hogan at arrivals for U.S. Premiere of WAR OF THE WORLDS, The Ziegfeld Theatre, New York, NY, June 23, 2005. Photo by: Gregorio Binuya/Everett Collection

Como todo mito elevado demasiado alto, también conoció su caída. Problemas personales, demandas, escándalos públicos y filtraciones privadas empañaron su imagen, especialmente tras la publicación de comentarios racistas que lo alejaron momentáneamente de la WWE y de la opinión pública. Pero incluso entonces, Hulk Hogan encontró la forma de volver. Pidió disculpas, regresó al Salón de la Fama y recuperó parte del afecto de sus seguidores, como si su historia necesitara, inevitablemente, una última redención.

Hulk Hogan importa no solo por sus títulos y combates, sino porque representó algo más grande: un modo de ver el mundo, una forma exagerada y profundamente emocional de entender el bien, el mal y la gloria. Su figura sintetizó las aspiraciones y contradicciones de un país entero: el culto al cuerpo, la necesidad de héroes, la capacidad de reinventarse, el precio de la fama y la inevitable sombra que persigue a quienes alcanzan la cima. Murió el hombre, pero no el símbolo. Porque pocos, como él, supieron encarnar de forma tan eficaz ese tipo de grandeza que solo puede sostenerse en el exceso. Hulk Hogan fue una fábula, una ficción que se creyó real, y por eso, tal vez, nunca dejará de existir del todo.

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