La historia del papado es, en muchos sentidos, un espejo de la historia de Europa. Desde sus orígenes en la clandestinidad cristiana hasta su consolidación como una de las instituciones más longevas y simbólicas de Occidente, el papado ha atravesado imperios, guerras, reformas y revoluciones, resistiendo el paso del tiempo con una capacidad de adaptación sorprendente. Su legado, a menudo envuelto en solemnidad litúrgica, está hecho también de episodios profundamente humanos, con todo lo que ello implica: convicciones y dudas, luces y sombras, grandeza y decadencia. La figura del Papa ha sido mártir, teólogo, estadista, reformador, diplomático, objeto de veneración y, en algunos casos, también de polémica. No hay otra institución que haya concentrado durante tanto tiempo tanto poder simbólico y, a la vez, tantas tensiones con el mundo que pretendía guiar.

El recorrido comienza con San Pedro, considerado el primer Papa, figura apostólica y mártir bajo la persecución de Nerón. En los siglos posteriores, los obispos de Roma fueron líderes espirituales de comunidades perseguidas, sin autoridad formal ni poder político. Aquel cristianismo primitivo era una red frágil de creyentes dispersos, un movimiento más que una estructura, y sus líderes eran, ante todo, testigos de la fe. Fue a partir del siglo IV, tras la legalización del cristianismo por parte del emperador Constantino, cuando la Iglesia se transformó en una institución reconocida y su jerarquía comenzó a cobrar peso dentro del entramado imperial. Con la caída de Roma en el año 476, el obispo de la ciudad —el Papa— pasó a ocupar un lugar central en el vacío de poder que dejó la desaparición de las estructuras civiles. La figura papal, entonces, comenzó a desempeñar un papel que no se limitaba al ámbito espiritual: asumió responsabilidades diplomáticas, jurídicas e incluso administrativas. Uno de los primeros hitos en esta evolución fue el célebre encuentro del Papa León I con Atila en el año 452, cuando el pontífice logró disuadir al líder huno de invadir Roma. Más allá del relato legendario, aquel episodio simboliza el paso del Papa de líder religioso a figura política de alcance continental.
Durante la Edad Media, esa autoridad se expandió notablemente. Los Papas no sólo encabezaban la Iglesia: también ejercían poder sobre territorios concretos —los Estados Pontificios— y sobre reyes, nobles y emperadores. Su palabra podía resolver disputas, validar coronaciones, iniciar guerras o establecer treguas. Fue en este periodo cuando la institución papal adquirió su configuración ceremonial, doctrinal y simbólica, desarrollando un aparato litúrgico, jurídico y visual que reforzaba su centralidad. Papas como Gregorio VII, en el siglo XI, encarnaron el ideal de una supremacía espiritual sobre los poderes temporales. Su enfrentamiento con el emperador Enrique IV, en la llamada Querella de las Investiduras, ilustra el grado de autoridad que el papado reclamaba: no sólo para regir la vida eclesial, sino para interferir en las decisiones de los soberanos europeos. Del mismo modo, Inocencio III, en el siglo XIII, llevó el poder papal a su punto más alto, afirmando que el Papa era menor que Dios, pero superior a cualquier otra autoridad terrenal.

Sin embargo, esa misma centralidad atrajo también los males del poder. El papado medieval no fue ajeno a las luchas de influencia, el nepotismo y las rivalidades políticas. En determinados periodos, especialmente en el siglo X, el trono de San Pedro se convirtió en moneda de cambio entre familias aristocráticas, dando lugar a una sucesión de pontífices breves, muchos de ellos carentes de formación o carisma, nombrados por conveniencia más que por virtud. Este periodo, a menudo llamado el “siglo de hierro” del papado, dejó una huella profunda en la percepción pública de la institución, que comenzaba a oscilar entre el respeto sagrado y la sospecha de corrupción. La situación se agravó con el llamado Cisma de Occidente en el siglo XIV. Tras un largo periodo en que los Papas residieron en Aviñón, bajo la influencia de la corona francesa, surgieron simultáneamente varios reclamantes al papado: uno en Roma, otro en Aviñón y, finalmente, un tercero en Pisa. La división fue tal que diferentes países y diócesis se alinearon con distintos pontífices. Durante décadas, la cristiandad occidental vivió un desconcierto doctrinal e institucional que socavó de manera profunda la autoridad papal. Fue en este contexto de desgaste cuando estalló la Reforma protestante, uno de los mayores desafíos a la unidad de la Iglesia y, por tanto, al papado. Las críticas de Martín Lutero a la venta de indulgencias y a la corrupción de la curia romana encontraron eco en numerosos sectores descontentos con la deriva institucional. El Papa León X, más preocupado por las obras del Vaticano que por el descontento doctrinal, subestimó el alcance de aquellas denuncias. La ruptura con Roma supuso no sólo una fragmentación del cristianismo europeo, sino también una redefinición del papel del Papa: de líder universal pasó a ser, en muchos territorios, una figura cuestionada e incluso rechazada. La respuesta de la Iglesia fue el Concilio de Trento, que reafirmó el dogma, reformó parte de la disciplina interna y fortaleció el centralismo papal como forma de resistir el avance protestante. A partir de entonces, la figura del Papa se asoció cada vez más a la defensa de la ortodoxia, la vigilancia doctrinal y el control sobre los obispos. La fundación de la Compañía de Jesús y la acción del Santo Oficio fueron dos pilares de esta Contrarreforma, en la que Roma recuperó parte de su influencia pero al precio de una rigidez que limitaría su capacidad de adaptación futura.

En los siglos siguientes, la Iglesia se mantuvo como una gran potencia espiritual, pero el mundo a su alrededor cambió de manera radical. Con la Ilustración, la Revolución francesa y el surgimiento del liberalismo, el poder político del papado se redujo drásticamente. A mediados del siglo XIX, los Estados Pontificios eran ya una anomalía en un continente que caminaba hacia la secularización y la unidad nacional. La unificación italiana, impulsada por Garibaldi y otros líderes, culminó en 1870 con la incorporación de Roma al nuevo Estado italiano. Ese mismo año, el Concilio Vaticano I proclamó el dogma de la infalibilidad papal en materia de fe y moral, una afirmación de autoridad que contrastaba con la pérdida territorial del Papa, convertido a partir de entonces en «prisionero del Vaticano». Durante casi sesenta años, los Papas se negaron a reconocer la soberanía italiana sobre Roma. La situación cambió en 1929, cuando los Pactos de Letrán, firmados entre Pío XI y Benito Mussolini, reconocieron al Vaticano como Estado independiente. Nacía así una nueva etapa para el papado: sin ejércitos ni tierras, pero con un enorme peso simbólico y una proyección internacional cada vez mayor.
El siglo XX marcó una transformación notable en el modo en que el Papa se relacionaba con el mundo. Con el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII en 1959, la Iglesia se abrió al diálogo con la modernidad: se reformó la liturgia, se reconoció la libertad religiosa, se impulsó una visión más pastoral y menos condenatoria del cristianismo. Pablo VI continuó esta línea, convirtiéndose en el primer Papa en viajar por el mundo de forma regular. Pero fue Juan Pablo II quien encarnó con más fuerza este nuevo papado global. Primer pontífice no italiano en siglos, su carisma, su papel en la caída del comunismo y su capacidad comunicativa lo convirtieron en una figura de alcance mundial. Sus numerosos viajes, discursos ante organismos internacionales y relación con los medios de comunicación redefinieron la imagen del Papa como líder espiritual de una humanidad interconectada. Sin embargo, su pontificado también fue objeto de críticas por su enfoque doctrinal rígido en temas como la sexualidad, el papel de la mujer en la Iglesia o la respuesta a los abusos cometidos por miembros del clero.
Su sucesor, Benedicto XVI, teólogo de gran profundidad, adoptó un tono más reservado. Su renuncia en 2013 fue un hecho histórico: no se recordaba una dimisión papal desde hacía siglos. Este gesto abrió la puerta a un nuevo tipo de pontificado. Francisco, primer Papa latinoamericano, jesuita, ha imprimido un estilo pastoral, cercano y preocupado por los márgenes sociales. Ha centrado su discurso en la justicia, la ecología, la pobreza y el diálogo interreligioso. Su pontificado ha generado entusiasmo y también tensiones, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Representa, en muchos sentidos, la complejidad del siglo XXI: un mundo fragmentado, necesitado de referencias morales pero cada vez más escéptico ante las autoridades tradicionales.
La muerte del Papa Francisco, ocurrida hoy en el Vaticano, marca el fin de una etapa particularmente significativa de ese largo diálogo. Su figura será recordada no sólo por sus gestos de cercanía, sus discursos en defensa de la dignidad humana o su compromiso con la justicia social y la ecología, sino también por haber mantenido viva la tensión entre tradición y renovación que ha definido al papado desde sus orígenes. Con su fallecimiento, se cierra un capítulo esencial en la historia de una institución que, desde hace dos mil años, se reinventa sin cesar en el corazón del tiempo.